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Arturo Barea y la forja de la propaganda.

Unos dicen que fue Antonio Mije quien recomendó a Arturo Barea, otros, que fue un tal Velilla. Los historiadores no se ponen de acuerdo.

En cualquier caso, está claro que, quien enchufó a Barea en el puesto de censor de prensa era comunista.

Le mandaron entrevistarse con Luis Rubio Hidalgo.

Rubio acababa de ser nombrado Jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores, y ofreció a Barea el puesto de censor nocturno de prensa extranjera al inicio de la guerra.

Barea: censor de prensa durante la guerra.

Los corresponsales extranjeros telegrafiaban sus crónicas de noche. Al día siguiente se publicaban en los diarios matutinos de Europa y América.

Por la noche había menos cola. Los servicios diplomáticos tenían prioridad durante el día.

Arturo Barea se defendía en francés, pero el inglés no se le daba tan bien. Aunque sabía leer y traducir, su comprensión oral dejaba bastante que desear.

Arturo Barea era huérfano de padre y de origen humilde, pero un tío suyo pagó su educación en un colegio de curas. Tenía 39 años al estallar la guerra.

Los comunistas desconfiaban de todo el que hubiera aprendido idiomas en el extranjero. La explicación es sencilla: la gente viajada solía tener dinero y era raro que apoyaran la dictadura del proletariado.

Sin embargo, Arturo Barea era de fiar: hijo de una lavandera y afiliado a la UGT, se había criado en una buhardilla del Avapiés.

Aceptó encantado el puesto de censor.

Después de varias iniciativas frustradas, al fin tenía la oportunidad de poner su particular granito de arena en la lucha contra el fascismo.

Trabajando en la oficina de prensa y propaganda.

Un coche del Ministerio lo llevaba todas las noches al edificio de la Telefónica en la Gran Vía.

Hoy día, cualquiera manda un wasap a Londres o Nueva York, pero en aquella época solamente podía hacerse desde las oficinas de la International Telephone and Telegraph (ITT). Del edificio salía todo el cableado que hacía posibles las comunicaciones internacionales desde Madrid.

La oficina de Información y Propaganda ocupaba la planta quinta, en la cuarta estaba la sala de prensa de los corresponsales extranjeros.

La misión de Barea era muy simple: impedir que se publicase información que hiciera dudar del éxito rotundo de las fuerzas leales al Gobierno de la II República.

Sin embargo, la tarea era complicada porque la información oficial no cuadraba con la situación real de los frentes.

La prensa madrileña anuncia la rendición de los golpistas en el Alcázar de Toledo.

El Gobierno quería que la población mantuviera la moral alta, y los partes de guerra oficiales no cuadraban con la realidad.

“El opio que cotidianamente la prensa repartía a manos llenas, no bastaba a enmascarar el peligro creciente.” (Eduardo Zamacois - El Asedio de Madrid.)

Por poner un ejemplo: fuentes oficiales informaron la inminente toma del Alcázar de Toledo hasta en 11 ocasiones.

En la última, invitaron a todos los corresponsales a cubrir el momento en que los dinamiteros harían saltar la fortaleza por los aires.

Un fiasco.

La explosión voló una de las torres, pero los fascistas siguieron disparando desde las que quedaron en pie, una vez que se despejó la polvareda.

Cada vez llegaban a Madrid más milicianos batiéndose en retirada.

Los corresponsales desconfiaban de los comunicados oficiales, y se buscaban la vida para transmitir la realidad de lo que estaba pasando.

En las redacciones de París, Londres o Nueva York, estaban hartos de crónicas sobre retiradas estratégicas que asegurarían una posterior victoria.

Presionaban a sus corresponsales para que contrastaran la información que les llegaba del otro bando.

Redacción de un periódico canadiense en los años 30.

Los periodistas intentaban colar a los censores gato por liebre. Se buscaban la vida para contar la verdad de lo que veían y oían en la calle: retiradas en desbandada, refugiados y colas de racionamiento.

Había dos censuras: una para la prensa española y otra para la extranjera.

Los artículos que aparecían en los periódicos anarquistas y comunistas contenían información interesante para el lector internacional, pero la censura prohibía citarlos o reproducirlos en el extranjero.

El trabajo de Barea se hacía más y más estresante cada día. Se estaba colando demasiada información, sus jefes le presionaban.

Engañando a la censura.

La propaganda era más potente que todos los ejércitos. Era, indiscutiblemente, el arma más eficaz de que disponía el Gobierno de Valencia. (Edward Knoblaugh - Corresponsal en España.)

Aprovechando el bajo nivel de inglés, los periodistas cambiaban el sentido de las frases para burlar al censor.

El procedimiento era el siguiente:

Las noticias debían ir acompañadas de su correspondiente traducción al español. Una vez que el censor aprobaba la copia traducida, el corresponsal quedaba habilitado para transmitir.

Posteriormente, el periodista bajaba a la planta cuarta del edificio de Telefónica y aguardaba la cola, hasta que le llegaba el turno de dictar el mensaje a su redacción.

Arturo Barea permanecía alerta junto al periodista para evitar que cursase información diferente de la que constaba en la traducción.

Los censores tenían un pedal que cortaba la transmisión en el caso de que el periodista intentara transmitir algún párrafo tachado por la censura, o añadiera algo que no figuraba en la copia traducida.

Si el artículo estaba escrito a máquina, debían llevar una copia duplicada; en cambio, no se exigía copia para los escritos a mano.

¿Qué hacían los corresponsales?

Sencillo.

Entregaban sus escritos a mano porque así podían intercalar una o dos líneas después de que fueran sellados y aprobados por el censor.

Otro truco era dictar muy deprisa, para que el censor no advirtiera que estaban añadiendo o quitando algún adverbio que cambiaba totalmente el sentido de lo escrito.

Los primeros meses permitieron a los periodistas mandar algún mensaje personal junto con los artículos.

De esta forma, frases aparentemente inocuas, como “necesito más dinero para gastos”, o “digan a mi familia que estoy bien y a salvo”, en realidad eran notas en clave.

Los corresponsales ponían al principio la información más inocente, dejaban la verdadera noticia disimulada en medio del texto de la crónica.

En las redacciones veían que no tenía lógica dejar lo más sensacionalista para el final, pronto se dieron cuente que era una forma de evitar la censura.

Largo Caballero, recién nombrado Presidente del Gobierno, asiste a la rendición del Alcázar.

Franco avanza hacia Madrid.

Conforme las tropas rebeldes se acercaban a la capital, los jefes presionaban más y más a Barea.

Arturo Barea consideraba contraproducente ocultar la realidad de lo que estaba pasando, pero desobedecer las consignas hubiera acarreado ser acusado de derrotista, o peor aún: traidor a la causa del pueblo.

Al principio, dejaban hablar al corresponsal con la agencia, pero lo acabaron prohibiendo porque los periodistas utilizaban una jerga difícil de entender para un españolito con bajo nivel de inglés.

El corresponsal Edward Knoblaugh dio la primicia mundial de la huida del Gobierno republicano a Valencia. El mensaje en clave decía: “Los peces gordos se disponen a salir disparados”.

Nunca se lo perdonaron.

Los corresponsales díscolos no eran bien tratados por el Gobierno de la República:

  • Recibían con retraso las invitaciones para asistir a las conferencias de prensa.
  • Sus crónicas se “perdían” en el despacho del censor bajo una pila de papeles.
  • No les llegaban a tiempo los salvoconductos para visitar el frente.
  • A los cupones de gasolina les faltaba algún sello reglamentario que les impedía desplazarse.

Hacían la vida imposible a los periodistas que no redactaban sus crónicas al gusto del gobierno.

Los corresponsales que estaban destinados en Madrid antes de la guerra (“la vieja guardia”) tenían buen conocimiento del español, y un amplio círculo de informadores y contactos que los convertían en sujetos incómodos.

La mayoría tuvo que abandonar la zona republicana. Fueron sustituidos por jóvenes reporteros (normalmente de izquierdas), profesionales a la caza de primicias que encumbraran sus carreras.

Primeros bombardeos sobre Madrid.

Estaba prohibido informar de las bajas leales, pero la política cambió cuando empezaron los bombardeos sobre Madrid.

Los bombardeos causaron la muerte de civiles en una magnitud que no se había vivido en ninguna guerra anterior. Por primera vez en la historia, se ensayaron bombardeos urbanos para desmoralizar a la población.

Izquierda: madre con su hijo en el entierro de Durruti. Derecha: misma foto utilizada en un cartel de propaganda, se han borrado los puños alzados.

Los reporteros se dieron cuenta que la censura era menos rigurosa con las informaciones sobre la muerte de civiles. Cuantos más muertos, memos problemas con la censura.

Los periodistas se convirtieron en “contables del terror”. El número de muertos de cada bombardeo pasó a depender de la imaginación de cada corresponsal.

El caso más paradigmático es el bombardeo de Guernica: frente a los 2.000 muertos que publicó el periódico comunista L'Humanité, la historiografía actual sitúa la cifra alrededor de 250.

Si un comunicado oficial anunciaba un “deliberado y feroz bombardeo a un hospital” el corresponsal omitía que estaba junto a un emplazamiento de artillería, o un depósito de municiones.

”Repasé después de la guerra todo lo que había mandado y la verdad es que creo que no habría cambiado ni una palabra. 
Claro que mi intención era contar al público británico la heroica resistencia de los madrileños, no el número ni el tipo de los tanques rusos.” (Geoffrey Cox.)

La huida: los fascistas a las puertas de Madrid.

La prensa informaba que los fascistas se batían en retirada, pero lo cierto es que un buen día se presentaron en la Casa de Campo.

Esta vez los estampidos sonaban diferente: no eran aviones, se trataba de cañonazos artilleros. 

El edificio de la Telefónica se convirtió en objetivo militar. Unas calles más abajo, en la misma línea de tiro, se ubicaba el edificio de la Dirección General de Seguridad (C/ Victor Hugo, 4).

Rubio Hidalgo llamó a Barea a su despacho el 6 de noviembre.

Barea se encontró un ambiente de mudanza. Rubio anunció lo que ya sabía todo Madrid: los fascistas habían llegado al Manzanares, la caída de la capital era inminente.

El Gobierno se trasladaba a Valencia. Barea no podía ir, no era funcionario, solo un voluntario interino. Le ordenaron cerrar la oficina, e intentar salvar su propio pellejo en Madrid.

Le entregaron dos meses de salario: “para que si las cosas vienen mal se pueda bandear un poco”

Estos detalles los cuenta Barea en su libro: "La LLama".

Si el Gobierno hubiera tomado la decisión de marchar a Valencia tres o cuatro semanas antes, habrían simulado responder a un plan preconcebido.

Pero marchar ahora, con la legión acampada en Carabanchel, resultaba una humillante huida.

Barea se fijó en unas fotos que había en el despacho de su jefe.

Fotos de niños tomadas en el depósito de cadáveres de Madrid, según el testimonio de Barea habían muerto en un bombardeo sobre Getafe.

"Encima de la mesa, una hilera de fotografías con brillo de seda me mostraban una sucesión de niños muertos".

Preguntó a su jefe:

— ¿Qué va usted a hacer con esas fotografías?

— Quemarlas, y los negativos también. Queríamos haberlas usado para propaganda, pero conforme están las cosas, al que le cojan con estas fotos le vuelan los sesos en el sitio.

*   *   *

Barea asegura en "La Llama," [el  último libro de su trilogía autobiográfica] que eran de unos niños fallecidos después de que un Junker bombardeara la escuela de Getafe, les habían prendido un número para identificarlos:

— ¡Déjeme usted llevármelas!

Rubio se encogió de hombros y le alargó la caja con los negativos:

— Si quiere usted arriesgar el pellejo, es cuenta suya.

[En cursiva extractos de la trilogía "La Forja de un Rebelde", de Arturo Barea.]

Los nuevos jefes de Arturo Barea en Madrid.

Arturo Barea decidió quedarse en la oficina de prensa. No huyó al contrario, decidió que mientras Madrid resistiera, mantendría funcionando el servicio de censura.

Sin la presión de sus jefes, decidió enseñar al mundo el horror de aquellas fotos.

El directorio del General Miaja sustituyó al Gobierno republicano en Madrid. Barea fue confirmado en el puesto, y dos rusos: Mijail Kolstov y Vladimir Gorev, pasaron a ser sus nuevos jefes.

  • Kolstov era corresponsal de Pravda y espía personal de Stalin en Madrid.
  • Gorev era agregado militar de la embajada soviética y jefe de la delegación del GRU, el servicio de inteligencia militar.

Con los rusos se profesionalizó la censura. La consigna cambió: no se trataba tanto de bloquear la información, como de convertirla en aparato al servicio de la causa.

La tragedia de España atraía la atención mundial: el proletariado del mundo unido debía levantar el puño apoyando a Madrid.

Se trataba de poner a la opinión pública internacional en contra de la nueva política de no intervención.

“La Guerra Civil española afectó de forma directa solamente a una pequeña parte del globo, pero atrajo hacia España la atención del mundo entero. (...) Por ello, durante la Guerra Civil el campo abierto a los propagandistas era amplio y diverso.” (Herbert Rutledge Southworth)

Los rusos contrataron americanos, polacos, franceses, austriacos, etc... expertos en idiomas, la mayoría adiestrados por Moscú.

Entre ellos se encontraba Ilse Kulcsar, una austriaca rellenita de voz suave que hablaba cinco idiomas.

Aunque Barea estaba casado, con hijos, y tenía una amante al estallar la guerra. Kulcsar acabó convirtiéndose en la mujer más importante de su vida.

*   *   *

Arturo Barea decidió entregar las fotos de los niños muertos a su amigo comunista. “Había un chiquitín con la boca abierta de par en par en un grito que nunca acabó”.

Madrid resistió y Barea tuvo que viajar a Valencia para entrevistarse con su antiguo jefe. Luis Rubio no aceptaba de buen grado que Arturo Barea ocupara ahora su antiguo despacho. La huida le había dejado en una situación muy desairada.

Pasó unos días en Valencia antes de que su antiguo jefe se dignara a recibirlo, mientras se dedicó a pasear por la ciudad.

Las tiendas rebosaban de fruta, pollos, pescado y toda clase de alimentos que escaseaban en Madrid.

En la plaza de Emilio Castelar, tocaba una banda de música y, frente al ayuntamiento, Barea vio un gigantesco cartel de propaganda con las fotos de los niños de Getafe.

Según Barea los niños habían muerto en Getafe. Sin embargo, nadie en el pueblo los conoce. No aparecen en el registro del cementerio municipal y nunca se les ha hecho un homenaje. 

Las fotos acabaron en manos de Jaume Miravitlles, jefe del Comisariado de Propaganda de la Generalitat de Cataluña. Las distribuyó a la prensa con esta sentencia: "Que el mundo civilizado juzgue".

La guerra continuó y los problemas de Barea con los jefes de Valencia continuaron. Su situación personal se fue complicando.

En 1938 tuvo que exiliarse en Francia, junto con su amada Ilsa Kulcsar. La guerra no había terminado y el S.I.M. le seguía los talones.

Nunca regresaron, Barea consiguió un pasaporte inglés de refugiado, pero esa es otra historia...


BIBLIOGRAFÍA.

“La Forja de un Rebelde.” Arturo Barea Ogazón. Ed. Debolsillo. (2010)

“Corresponsal en España,” H. Edward Knoblaugh. Ed. Fermín Uriarte (1967)

“Hotel Florida, verdad, amor y muerte en la guerra civil,” Amanda Vaill. Ed. Turner (2014)

[Hemos escrito una reseña de los tres libros anteriores en este artículo de nuestro blog.]

"Idealistas bajo las balas" Paul Preston. Ed. Debate (2007.)

"Guerra Gráfica, fotógrafos, artistas y escritores en guerra." Michel Lefebvre-Peña. Lungwerg Editores (2013)

Corresponsales en la Guerra de España. Centro Virtual del Instituto Cervantes.

Colección de posters de la guerra civil de la UC San Diego.

La matanza de los inocentes de Getafe. Interesante estudio de José María Real Pingarrón, un vecino de la localidad.

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