Comisión parlamentaria que investigó el caso Nombela |
«Obtenía dinero por procedimientos condenables, pero lo donaba a manos llenas. Tenía establecidas pensiones para viudas de camaradas de lucha y para antiguos republicanos sin recursos, y ningún necesitado llegaba hasta él sin ser socorrido»
El caso Nombela estalla un mes después del escándalo del Estraperlo. Dos nombres que parecen sacados de una novela de folletín, pero que en realidad dinamitaban la coalición de centro-derecha que gobernaba España desde las elecciones de 1933.
El país se dirigía, sin saberlo, hacia las elecciones de febrero de 1936 y el triunfo del Frente Popular. En medio, una trama de contratos coloniales, ceses fulminantes y favores devueltos con retraso.
Veamos.
26 de julio de 1935: empieza la función
El diputado independiente Dionisio Cano López presentó en el Parlamento una proposición firmada por toda la oposición.
Quería saber porqué demonios el Gobierno había cesado fulminantemente al inspector de Colonias, Antonio Nombela, y a su secretario, José Antonio Castro, después de que ambos impidieran el pago de tres millones de pesetas a una naviera llamada Sociedad África Occidental.
El Presidente del Gobierno, Alejandro Lerroux, anunció su asistencia al debate, pero una indisposión (tan repentina como oportuna) le impidió acudir a la sesión. Gil-Robles, hombre fuerte de la coalición de Gobierno y Ministro de Guerra, tomó la palabra para dar explicaciones.
Antonio Nombela Tomarich, el funcionario que destapó el escándalo. |
Un pleito que venía de lejos
La dictadura de Primo de Rivera había rescindido unilateralmente a la naviera un contrato de transporte en el golfo de Guinea. La compañía pleiteaba con el Estado desde entonces.
Contrariamente a lo que uno pueda suponer, la reclamación estaba bien fundada. El Tribunal Supremo había fallado a favor del empresario en dos ocasiones, pero habían pasado 6 años y seguía sin cobrar. No es que España no pagara: se había especializado en no hacerlo nunca.
El naviero, Antonio Tayá, había hecho fortuna durante la Primera Guerra Mundial gracias al alza de los fletes. Luego vino la ruina. Acusaba a las autoridades coloniales de haberle amarrado los barcos y de retenerle las subvenciones para favorecer a un competidor. Una historia tan vieja como el capitalismo y tan española como el amiguismo.
Puerto de Sta Isabel en Fernando Poo |
El laberinto burocrático
El caso es que el pleito se hacía eterno por discrepancias en el cálculo de la indemnización:
Si había derecho a las subvenciones no percibidas, la pérdida de ingresos por paralización del servicio, los costes de mantenimiento mientras habían estado parados los barcos, incluso la indemnización de dos naves que un tifón echó a pique mientras estaban fondeadas.
Gil-Robles describió ante la cámara un farragoso proceso contencioso administrativo con el expediente saltando de despacho en despacho y el litigante volviendo una y otra vez a la casilla de salida. Como una partida de la oca con los dados marcados.
Además de jueces y abogados del Estado, metían baza: el Gobernador colonial, la Dirección General de Colonias, Consejo de Ministros, Consejo de Estado, Hacienda, e incluso el Parlamento. Cada organismo se pasaba la pelota mientras el tiempo hacía el resto.
Un lío.
Dinero en caja, pero con truco
El otro meollo de la cuestión era quién debía pagar la indemnización.
Me explico.
Las colonias gozaban de un pequeño milagro administrativo: sus superávits no iban al Ministerio de Hacienda, sino a un fondo propio, el llamado Tesoro Colonial. De ahí que el asunto se conociera también como “el atraco al Tesoro Colonial”.
Si el dinero salía del Tesoro Colonial, cobrabas con cheque sin más formalidades. Si debía salir de Hacienda, había que esperar a que el Parlamento aprobara un crédito extraordinario. O sea, una eternidad. Y como los presupuestos de Guinea llevaban años con superávit, había tentaciones de usar ese dinero fresco para arreglar deudas viejas.
Ya sabes: lo que sobra aquí, se tapa allá.
Otro lío.
Aunque decía hablar de memoria, Gil-Robles se preocupó muy mucho de aclarar ante la Cámara que el Gobierno no había cancelado ningún pago porque nunca llegó a aprobarlo formalmente.
Dijo que el asunto se había tratado “de forma superficial” en el Consejo de Ministros del 11 de julio y que solo hubo un acuerdo posterior, el 16, denegando el pago.
Confirmó que se habían encontrado “anomalías” y se ofreció a dar cuenta a la Cámara en cuanto acabara una investigación que había en curso para depurar responsabilidades. Naturalmente, nadie volvió a saber de ella.
Más lío.
Despegaba el Asunto Nombela. Un misil que explotó a finales de noviembre, solo un mes después ¿casualmente? de que estallara el Escándalo del Estraperlo.
La denuncia de Nombela
El 28 de noviembre de 1935, Antonio Nombela reaparece en escena pidiendo amparo al Parlamento para “hacer resplandecer su conducta” y “limpiar su honor”. Lo hace con la solemnidad de un hombre convencido de que aún quedan principios que salvar.
Ex capitán de aviación condecorado con la Laureada de San Fernando, había sido nombrado Inspector General de Colonias en 1933. Un funcionario de los que creían que el reglamento era más sagrado que el crucifijo del despacho.
En su denuncia, Nombela acusaba al subsecretario de Presidencia, Antonio Moreno Calvo (cargo de confianza), de presionarle para que agilizara el pago a la naviera.
Según él, el empresario Tayá había “sacado de apuros” a Lerroux en tiempos de vacas flacas y el viejo zorro le había prometido compensarle cuando pudiera. Si era verdad, el círculo del favor y la recompensa se cerraba con una elegancia cínica.
Una trama de favores y desapariciones
El texto de la denuncia describe el mismo el viacrucis burocrático que expuso Gil-Robles en julio. Esta vez, sazonado con una ristra de irregularidades procesales: documentos extraviados, fechas sin firmar, firmas sin fechar y manipulación de registros.
Como el gato y el ratón en Tom y Jerry: el subsecretario empleando todo tipo de artimañas para agilizar el pago, y el abnegado funcionario empeñado en impedirlo.
Sr. Moreno Calvo Subsecretario de Presidencia saliendo de declarar ante la Comisión de investigación. (Ahora, 3/12/1935) |
Para colmo, Nombela aseguraba que el propio Gil-Robles, informado del asunto, había preferido mirar hacia otro lado “para no provocar una crisis que no interesaba al país”. Es difícil saber si lo dijo o si el funcionario quiso cargar las tintas. Lo cierto es que la frase tenía la textura moral del tiempo: mejor el escándalo oculto que la inestabilidad pública.
El Parlamento huele la sangre
El Parlamento se tomó la denuncia como una invitación al festín. Era 28 de noviembre y, como en el caso Estraperlo, la Cámara interrumpió la aburrida discusión presupuestaria para crear una comisión de investigación. ¿A quién le importaban unos números habiendo barro político de por medio?.
El interés de la oposición resulta obvio, pero esta vez se sumaba el afán de los socios de Gobierno por demostrar su “acrisolado comportamiento” (como se decía en la época) para desmarcarse del partido Radical y su apestado Presidente, muy tocados desde el escándalo del Estraperlo.
Se formó una comisión de 21 diputados que llamó a declarar a los principales implicados.
Nombela saliendo de comparecer ante la comisión depuradora (Ahora, 1-12-1935) |
Extrañamente, el empresario Tayá no fue citado a declarar.
Su abogado protestó en una carta a la prensa: “¿Es menos grave arruinar a una sociedad con una persecución inicua que ofender la pulcritud administrativa de un funcionario? Si no se nos oye, los políticos sabrán porqué”. Un argumento impecable.
Una noche parlamentaria de insomnio y vergüenza
La comisión de investigación del caso Nombela terminó sus trabajos el 5 de diciembre de 1935.
Dos días después, el Parlamento se reunió para discutir el dictamen en una sesión que empezó a las cuatro de la tarde del sábado y terminó a las siete de la mañana del domingo. España ya estaba acostumbrada a los insomnios políticos: se dormía poco y se fingía mucho.
A las seis y media de la madrugada, este diputado se rinde al sueño en un divan del salón de conferencias (Ahora, 10/12/1935) |
Las corruptelas del subsecretario Moreno Calvo quedaban claras. Basta decir que, dos días después de declarar, apareció misteriosamente en su despacho la orden de pago firmada por Lerroux, con la fecha en blanco. Aquello olía peor que un cenicero del bingo.
Quedó demostrado que Lerroux había ordenado el pago a la naviera. Los radicales se defendieron alegando que aquella orden obedecía al acuerdo tomado en el Consejo de Ministros del 11 de julio, y que luego fue revocado el 16.
Sus socios de de Gobierno replicaban que el 11 apenas se había comentado “a última hora, con los ministros ya de pie, a punto de marcharse”.
Para complicar más la madeja, la orden de pago figuraba en la nota de prensa oficial posterior al Consejo de Ministros —salió publicada al día siguiente en la prensa—, aunque nadie recordaba haberla firmado.
El caos documental era tan perfecto que parecía deliberado.
El dictamen: todos culpables, nadie responsable
Como era de esperar, cada partido elaboró su propio relato. Tal y como ocurre en la actualidad, la investigación parlamentaria solo sirvió para convencer a los que ya estaban convencidos.
El informe final cargaba toda la culpa en el subsecretario y absolvía a Lerroux, protegido por la mayoría de votos gubernamentales en la comisión.
Gil-Robles escribió después en sus memorias: “Nos hallábamos todos convencidos de que había sido víctima de su propia debilidad, casi de tipo senil, y de los contactos y relaciones que nunca se atrevió a romper con determinadas gentes cuyos procedimientos rozaban con frecuencia el código penal.”
Traducido: Más lelo que Joe Biden. El presidente no robaba, pero se dejaba robar con elegancia.
La oposición veía la jugada con el escepticismo de quien ya conoce el truco del trilero. No es de extrañar que el informe viniera acompañado de un rosario de votos particulares.
El liberal - 21/07/1931. (Ministro de Estado equivale al de Exteriores actual) |
Postura de la derecha monárquica
Los monárquicos se lanzaron a degüello. Tras años de ser acusados de cómplices de la monarquía corrupta, devolvían el golpe.
Les interesaba romper la coalición radical-cedista, pero sin hundir a Gil-Robles, necesitaban que abandonara la vía del republicanismo con la vista puesta en futuras alianzas. En el juego de la política, siempre conviene que el enemigo siga vivo para el próximo pacto.
En consecuencia, creían firmemente que Lerroux estaba compinchado con su Subsecretario.
José Antonio Primo de Rivera resumió el sentimiento general con precisión quirúrgica: “El señor Lerroux no delinque nunca; pero en sus inmediaciones siempre hay, para delinquir, o un hijo adoptivo, o un subsecretario propicio, o un ministro medio tonto.”
Postura de los partidos de izquierdas
La oposición zurda asistía divertida al derrumbe. No habían reconocido la victoria de la derecha en las elecciones de 1933 y venían pidiendo la disolución de las Cortes desde entonces.
Lo tenían muy claro: estaba pringado el Gobierno "clerical-fascista" al completo.
¿Te das cuen?
Alejandro Lerroux renunció a defenderse. En mitad de la sesión se fue a dormir a su casa. |
El golpe final: adiós, Lerroux
El caso Nombela fue la puntilla del Gobierno radical-cedista.
Como ya ocurriera en el caso Estraperlo, la sombra de Alcalá-Zamora planeó sobre el escándalo.
Nombela se negó a revelar la identidad del "alto cargo" que —según reconoció ante la Comisión— facilitó que su denuncia llegara hasta el mismísimo Parlamento. Lo reconoció años después, en una entrevista que concedió al diario "Arriba" en 1968.
Lo cierto es que el Presidente de la República hizo llegar al Parlamento dos asuntos de naturaleza estrictamente judicial por espurios intereses políticos. Don Niceto planeaba quedarse con el espacio político del centro-derecha una vez que terminara su etapa al frente de la Jefatura del Estado.
El escándalo del Estraperlo ya había dejado al Gobierno en ruinas. El caso Nombela solo confirmó la defunción. Lerroux dimitió y Alcalá-Zamora designó al ministro de Hacienda, Joaquín Chapaprieta, como nuevo presidente.
Un tecnócrata contra el caos
El momento político era muy delicado: los presupuestos se atascaban en el Parlamento. Las divergencias entre los socios de Gobierno ya eran públicas y notorias antes de que Nombela presentara la denuncia.
Chapaprieta, economista meticuloso y sin partido, estaba empeñado en reducir el déficit con recortes y subidas de impuestos. Mala idea en un país con más paro que paciencia.
En su descargo, hay que reconocer que cada peseta emitida debía estar respaldada por una cantidad fija de oro; no existía la fantasía moderna de imprimir billetes hasta el infinito y más allá. Su programa era sensato, pero políticamente suicida.
Por contra, sus ministros eran mayoría y se negaban a respaldar unos presupuestos impopulares. Y menos ahora, que se veían nuevas elecciones en el horizonte.
Al día siguiente del debate presupuestario, Chapaprieta presentó la dimisión. En su nota de despedida se felicitó por la gestión realizada en siete meses y medio de trabajo. El país respondió con silencio y resignación.
* * *
El caso Nombela fue más que un episodio de corrupción: fue el espejo de un Estado incapaz de sostenerse sobre su propia legalidad.
Un funcionario —honesto, obstinado y probablemente insoportable— había conseguido hacer tambalear a todo un Gobierno. No porque fuera poderoso, sino porque su expediente estaba limpio. En aquella España, eso sí que era un milagro.
Arrancaba diciembre de 1935 y España había tenido ya cinco gobiernos. Todavía faltaban dos antes de que acabara definitivamente el año. Pero esto lo dejo para el capítulo dedicado a los Gobiernos de Portela Valladares.
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