Como se pasaba un bombardeo en el metro de Madrid.
Con los primeros bombardeos se desató el pánico, y los andenes del Metro de Madrid se llenaron de un nuevo perfil de usuarios.
Primero los que vivían cerca de las estaciones. Gente que, movida por el pánico, se sentía más segura bajo tierra que en sus dormitorios.
Pongamos que hablo de Madrid.
Lo que empezó siendo una reacción espontánea, padada la sorpresa inicial, acabó siendo obligatorio: el Gobierno ordenó al heroico pueblo madrileño guarecerse al sonido de las sirenas.
Una nueva ordenanza estipuló que debía formarse un "comité" en cada edificio, al que hicieron responsable de que se cumpliera la ordenanza.
Al sonar las sirenas, los miembros del comité daban la alarma, y todos los vecinos estaban obligados a bajar al sótano, al portal o el lugar más seguro que ofreciera el edificio.
Si te quedabas en casa eras declarado "faccioso".
Los registros domiciliarios eran el pan nuestro de cada día y los ciudadanos perseguidos por "fascistas" se tenían que esconder en casas de familiares y amigos.
La medida iba más allá de salvaguardar la integridad física de los vecinos: el comité era responsable de pasar lista e informar a las autoridades si aparecían personas sospechosas o extrañas a la casa.
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Corrió el bulo de que se hacían señales a los aviones enemigos desde las azoteas, y se culpó a la Quinta Columna.
Era inútil explicar a los milicianos que los aviones no venían a ciegas esperando a que la luz de una bombilla les indicara donde tirar las bombas. No entendían que el plano de Madrid no tenía secretos para los pilotos.
A 3.000 metros de altura y 350 km/h no se ve la luz de una puñetera linterna.
Cuando se cansaron de malgastar munición contra los aviones, los milicianos empezaron a tirar contra las ventanas donde se habían dejado alguna bombilla encendida o no habían bajado las persianas.
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Pedro Rico, el orondo alcalde de Madrid, tuvo la ocurrencia de publicar un bando en el que se daban unas absurdas instrucciones para prevenir el efecto pernicioso de unos gases que nadie había utilizado.
Los madrileños que se tragaron la patraña corrían a los refugios con los bolsillos llenos de botes de sal y bicarbonato...
El ayuntamiento aconseja combatir los efectos del gas con una "solución de cloruro sódico al 14 por 1000" o "bicarbonato al 2 por 100" (El Liberal 8/09/1936) |
A pesar de todo, los madrileños se sobrepusieron al pánico inicial y fueron perdiendo el miedo a los aviones.
La gente adquiría experiencia. Por el ronquido de los motores sabían si eran aviones franquistas y calculaban el rumbo y la altitud a la que volaban. Se sabía si pasarían de largo o dejarían caer las bombas.
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– Esto de bajar al refugio me parece una tontería...
Ya usted sabe que Franco ha declarado este barrio zona neutral..., y cuando él lo ha dicho no tenemos nada que temer....
– Sí, sí... Pero cualquiera le dice eso a los del Comité...
Nos acusarían enseguida de escuchar la radio facciosa...
[Horas del Madrid Rojo. 1941. José María Carretero Novillo]
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El ejército rebelde deslindó un cuadrilátero en el plano de Madrid que abarcaba las embajadas extranjeras y anunció que dicha zona no sería objeto de bombardeados.
La propaganda republicana aseguraba que el motivo real de la exclusión era que Franco era propietario de un piso en la calle Jorge Juan.
Vaya usted a saber. El hecho cierto es que los locales y viviendas dentro de la zona neutral empezaron a ser objeto de requisas e incautaciones para albergar sedes de partidos, sindicatos y a sus dirigentes.
Aviso publicado por el Gobierno en "El Sol" para que se declaren y entreguen las fincas incautadas (29/10/1936) . |
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"No pasarán"
A pesar de que se perdió el miedo, en el Metro de Madrid aumentaba la demanda de pernoctaciones.
La prensa censurada informaba que las columnas gubernamentales vencían a los facciosos, que los militares rebeldes se batían en retirada. Sin embargo, los madrileños tenían la mosca detrás de la oreja porque cada día aparecían más y más forasteros contando cosa diferente.
Eran refugiados cargados de enseres que venían huyendo de la guerra.
Foto de Agustín Centelles |
Y fueron pasando los días...
... hasta que una mañana de Noviembre, los estampidos sonaron diferente.
Esta vez no eran aviones, eran pepinazos artilleros.
Y ocurrió algo inesperado: el Gobierno huyó "a uña de caballo" camino de Valencia.
Una vez en Valencia, se justificó el traslado por cuestiones logísticas y operativas, pero no consiguieron engañar al pueblo madrileño que se sintió abandonado en la capital asediada.
Los periódicos madrileños no informaron del traslado del gobierno. (7/11/1936) |
El anuncio del Gobierno hubiera resultado creíble si se hubiera avisado con anticipo, pero marcharse deprisa y corriendo, justo cuando se vieron los primeros moros desde las azoteas de Arguelles, el castizo pueblo madrileño lo interpretó como "mieditis".
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El alcalde de Madrid fue sorprendido por un control anarquista en la carretera de Valencia. Portaba en el maletero de su coche 2 millones de pesetas [unos 3,8 millones de euros en dinero actual].
"Pedro Rico - hecho inaudito - que, a pesar de ser el alcalde de Madrid, pretendía irse. Lo han detenido y, gordo como es él, lo tienen construyendo trincheras..."
[Carlos Morla Lynch. Diplomático chileno. "Diarios de Guerra en el Madrid Republicano"]
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El gobierno no avisó del traslado a los embajadores en Madrid.
¿En que situación quedaban las Embajadas?
¿Debían correr tras el Gobierno legítimo?
¿Cómo comportarse cuando los leales a Franco entraran en los Ministerios que habían quedado vacíos?
¿Debían reconocer al nuevo Gobierno de Madrid o al de Valencia.?
Puede uno imaginarse los caretos del cuerpo diplomático cuando se enteraron que los habían dejado colgados. Mira lo que escribió Carlos Morla Lynch [encargado de negocios de la Embajada de Chile] en sus diarios:
"El Gobierno, sin preaviso, se ha ido a Valencia, dejando al Cuerpo Diplomático entregado a su propia suerte. No tenemos con quien tratar ni a quien pedirle garantía."
Ya he hablado de Carlos Morla Lynch en este otro artículo.
El Metro: el nuevo hogar de los "sin techo".
La situación se desmadraba y los evacuados ya no cabían en las casas.
Para darles cobijo se incautaron hoteles, hospitales, conventos, escuelas, palacios y locales. Pero a pesar de todos los esfuerzos, la nueva Junta de Defensa de Madrid no era capaz de cubrir la incesante demanda.
Las estaciones del Metro se poblaron de nuevos okupas: ya no se trataba de vecinos, ahora eran los evacuados de los pueblos por donde había pasado la guerra.
El Metro acogió a los que no encontraban mejor sitio donde meterse.
Foto de Juan Miguel Pando Barrero. 1938. |
Las estampas de refugiados en el Metro de Madrid fueron objetivo de famosos reporteros de guerra.
Los refugiados venían para quedarse, y empezaron a competir por los espacios dentro de las estaciones. Los mejores sitios eran los que estaban contra la pared: permitían apoyar la espalda y se evitaba el pisoteo de los viajeros que bajaban de los vagones.
El periodista José María Carretero Novillo escribió que esquinas y rincones cotizaban como "la mejor suite".
Los más veteranos reclamaban derecho de antigüedad y el ambiente era propicio para la gresca.
Los chiquillos suponían una carga en la calle, y se quedaban guardando el sitio en el andén.
Los chavales se quedaban montando guardia, vigilando los enseres que sus padres habían conseguido salvar de la guerra: mantas, cacharros, algún colchón, una silla...
Mientras los hijos guardaban el sitio bajo tierra, sus padres salían a la calle y hacían cola en tahonas y tiendas de comestibles con la cartilla de racionamiento.
Los tenderos los atendían a regañadientes porque el dinero cada vez valía menos, y los vales que expedían los "comités" ya no garantizaban nada.
A pesar de que el Gobierno declaró el trueque "delito de derrotismo", lo cierto es que se acabó imponiendo según avanzaba la guerra.
— Pues haber madrugao, rica — decía ésta —. Aquí no se guarda la vez. La que antes llega se coloca...
— A ver si te crees que me he estao tocando las narices...
Vengo de la cola de la leche pa mi pequeño. Pa que encima me quites tu el sitio, que vengo rendía.
[Horas del Madrid Rojo. 1941. José María Carretero.]
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Foto de Robert Capa |
Vida hogareña.
Al caer la fria noche madrileña, las familias formaban corros sobre las mantas extendidas, se juntaban alrededor de hornillos y cacharros como si estuvieran en una merienda campestre.
Los desperdicios se tiraban a las vías, y la atmósfera se cargaba de olores pestilentes.
Olor a miseria y humanidad.
El cántico de los soldados borrachos de permiso se mezclaba con el llanto de los niños haciendo coro a la miseria de la guerra.
Antes de entrar dejen salir.
Los andenes se llenaron de refugiados. Apenas dejaban espacio para los viajeros que entraban o salían de los vagones.
El fluido eléctrico era débil, la red sufría frecuentes cortes de suministro. Los vagones venían con traso, sobrecargados de pasajeros.
Los viajeros, impacientes y malhumorados, regañaban con los que estorbaban acampados en los andenes.
Viejo slogan de civismo en el Metro madrileño. |
El famoso eslogan del Metro madrileño "ANTES DE ENTRAR DEJEN SALIR" se convirtió en una quimera: siempre había más viajeros queriendo subir, que los que se bajaban en cada estación.
Con frecuencia se perdían los modales e imperaba la ley del más fuerte.
La gente pacífica se apartaba de las peleas, pero como tropezaban con los que dormían por el andén, se formaban nuevas grescas.
Y la noche avanzaba hasta que pasaba el Búho: el último tren. Un último estruendo de hierro que dejaba la estación sumida en silencio.
Un silencio roto por ronquidos, el llanto de un niño o el rezo de una madre esperando un nuevo amanecer...
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