El 'Bienio Progresista': Cuando el Socialismo Oportunista Cabreó al Pueblo (y Perdió las Elecciones)

Manifestación del 1º de Mayo en Madrid (1931)

El proletariado como instrumento político: cómo Azaña y Largo Caballero dividieron al obrero español (1931-1933)

Existe una visión casi romántica del llamado Bienio Progresista de la II República. Es esa historia edulcorada que convierte a Manuel Azaña en el héroe que traería modernidad, progreso y quizá una iluminación colectiva.

Pero la realidad es que, en cuanto la gente tuvo ocasión de votar en las elecciones de 1933, el Gobierno progresista recibió tal varapalo electoral que ni las fanfarrias republicanas pudieron tapar el ruido de la caída.

El malestar social no lee manifiestos

Cuando Azaña llegó a la jefatura de Gobierno, apenas seis meses después de proclamarse la República, ya se había ganado el entusiasmo de casi nadie.

Tenía en contra a los monárquicos, a los republicanos liberales, a los republicanos conservadores y a la mayor parte de los católicos. Esa gente que en los periódicos de la época aparecían bajo el pintoresco epígrafe de “gente de orden”.

Pero lo realmente brillante fue que, en un tiempo récord, también consiguió cabrear a la clase obrera a la que decía favorecer.

Mientras el trabajo escaseaba y la crisis entraba por las ventanas de las casas obreras, los nuevos gobernantes daban la imagen de vivir como marqueses de opereta: acumulaban cargos, cobraban sueldos respetables y además perseguían a las organizaciones obreras que no comulgaban con su credo.

En Febrero de 1932 se desató una campaña de prensa contra el "enchufismo" y el Gobierno se vio obligado a presentar el 2 de Marzo la "Ley de incompatibilidades". (Heraldo de Madrid, 25/02/1932, Portada.)

Un Gobierno de izquierdas que gobernó como si no hubiera obreros

Las Cortes Constituyentes, en un ejemplo de permanencia que ya quisieran algunas herencias familiares, decidieron no disolverse tras aprobar la Constitución. Tampoco se les ocurrió someterla a referéndum popular.

Azaña siguió gobernando apoyado en la mayoría socialista, como si la República fuese una especie de laboratorio sin control de calidad.

Los ministros radicales dimitieron en bloque porque no estaban dispuestos a hacer de comparsa en un Gobierno con preponderancia marxista.

Mientras tanto, Azaña se dejaba agasajar por su partido en banquetes en los que el “progreso” se servía en bandejas de plata.

El partido "Acción Republicana" obsequia con un banquete a Manuel Azaña con motivo de su elevación al cargo presidencial.
(Ahora, 18/10/1931. pag 16)

El gallinero republicano

En teoría, Lerroux podría haber sido un contrapeso al ímpetu socialista. Era, de hecho, el líder republicano más popular. Azaña, en cambio, era el jefe de un partidito que, en sus propias palabras, había sido “llevado en brazos de la revolución popular”.

Dos gallos para un corral ya pequeño.

Azaña optó por gobernar con los votos prestados de los socialistas, que tenían cuatro veces más escaños que él.

Para el PSOE, la República era solo un paso hacia el soñado Estado socialista. Sabían que el país no estaba preparado y prefirieron dejar a otros el desgaste de gobernar una República burguesa mientras ellos ocupaban, eso sí, los tres ministerios políticamente más jugosos: Obras Públicas, Trabajo y Enseñanza.

A Azaña le quedaron los ministerios “apolíticos” de Marina y Guerra, convirtiéndose en un elegante florero institucional que hacía de pantalla de las políticas socialistas.

La competencia sindical: cuando la unidad obrera brillaba por su ausencia

Los socialistas controlaban la todopoderosa UGT y con ello presumían de representar a toda la clase obrera. Lo cierto es que en amplias zonas del país el sindicato mayoritario seguía siendo la CNT, su histórico rival.

Mientras tanto, la crisis económica devoraba empleos: medio millón de parados en apenas ocho meses de República. Un éxito incontestable, pero al revés.

1º de Mayo de 1932: cuando la fiesta no era de nadie

Para medir el malestar no hace falta una encuesta del CIS, basta mirar las calles. En el 1º de Mayo de 1931 habían desfilado por la Castellana unas 150.000 personas. Un año después, el Gobierno prohibió directamente la manifestación.

Sí, un Gobierno que se autoproclamaba obrero prohibiendo la fiesta de los obreros. El manual del absurdo político en su máxima expresión.

En la manifestación del año anterior desfilaban juntos Pedro Rico, Largo Caballero, Unamuno y Prieto, todo un retrato de familia que ahora parecía un mal chiste.

Cabeza de la manifestación del 1º de Mayo de 1931: Pedro Rico (alcalde de Madrid), Largo Caballero (Ministro de Trabajo), Unamuno (Catedrático) e Indalecio Prieto (Ministro de Hacienda).

Azaña anotó en sus diarios, con su habitual tono de resignación burocrática:

“el día 1 paro general absoluto en Madrid (...). Se temían disturbios con motivo de la acostumbrada manifestación, porque comunistas y sindicalistas prometían agredir a los de UGT. Se acordó en Consejo de Ministros que no hubiese manifestación...” (Diarios de Azaña, 3 de mayo de 1932).

La ironía es evidente: 39 años antes, Largo Caballero había debutado en un 1º de Mayo acusando al Gobierno monárquico de temer a los obreros. En 1932, era su propio Gobierno el que prohibía la manifestación.

El 1º de Mayo de 1932 los antidisturbios pasaron el día disolviendo a los trabajadores que pretendían manifestarse. (Ahora, 3/05/1932, pág. 25)

El ferroviario que no entendía de equilibrios presupuestarios

Cuando Indalecio Prieto aterrizó en el Ministerio de Obras Públicas, lo primero que recibió no fueron flores, sino una avalancha de reclamaciones salariales de los ferroviarios.

Llevaban años oyendo promesas de subida en cuanto cayera la monarquía. La monarquía cayó. La subida, no tanto.

Prieto no cedió: dijo que la petición era injusta porque ya tenían jornales superiores a la media. Y lo dijo sabiendo perfectamente que el Estado no podía asumir más gastos.

Lo que no previó es que los obreros no tenían intención de aplaudirle por su responsabilidad presupuestaria.

Así que, cuando las promesas electorales se revelaron como lo que suelen ser —humo en papel caro—, muchos trabajadores se echaron en brazos de los sindicatos de acción: anarquistas y comunistas, los únicos que parecían no prometer moderación.

Titular de la tierra critica la postura de Indalecio Prieto (26/12/1931)

Y es que el advenimiento de la República vino acompañado de las más alocadas promesas electorales.

Para que entiendas el desengaño obrero, mira este extracto del discurso que dio Alcalá-Zamora en la celebración del 1º de Mayo de 1931, a los 15 dias de procalmarse el nuevo régimen:

“Eso que reclamáis del Gobierno —dijo— no está ya en la “Gaceta" [B.O.E. de la época] por falta material de tiempo para insertarlo en el periódico oficial; pero mucho de ello está ya articulado en cuartillas, esperando turno para la publicación.

Y para el año próximo será preciso que penséis otras cosas, puesto que lo reclamado hoy estará para entonces realizado...” (El Liberal, 2/05/1931, portada)

Vale.

La ruptura entre PSOE y UGT: familia desestructurada

Para colmo, en octubre de 1932, PSOE y UGT oficializaron su ruptura.

En el Congreso socialista ganaron los colaboracionistas, pero en el de UGT triunfaron los anticolaboracionistas, con el apoyo decisivo del sector ferroviario. Así, en apenas un año de bienio progresista, los ministros socialistas perdían el control del sindicato obrero y la UGT dejaba de ser ese dócil instrumento que tanto les gustaba.

Un mes después, la UGT lanzó a la huelga a los mineros asturianos. El propio Teodomiro Menéndez, socialista y subsecretario de Trabajo, dijo que la huelga era inoportuna.

Los mineros le hicieron el caso habitual que se hace a los tecnócratas desde que el mundo es mundo: ninguno.

El Gobierno acabó comprando cien mil toneladas de carbón asturiano que se acumulaba en las minas para los ministerios de Marina, Guerra y Obras Públicas. Así se resolvía entonces una crisis: con chequera y sudores.

El diario anarquista "La Tierra" del 15/11/1932 critica la postura del Subsecretario de Trabajo frente a la huelga.

La guerra por la conquista de las masas obreras estaba servida. 

El socialismo oportunista y gubernamental contra el sindicalismo de significación exclusivamente económica que hasta entonces había estado monopolizado por anarquistas y comunistas.

¿Te das cuen?

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El proletariado como instrumento político: cómo Azaña y Largo Caballero dividieron al obrero español (1931-1933)

Uno de los secretos peor guardados del llamado “bienio progresista” es que el Gobierno de Azaña jugó a dividir al proletariado como quien reparte cartas marcadas.

En teoría, todo era progreso, modernidad y derechos sociales; en la práctica, se trataba de domesticar al obrero para usarlo como herramienta electoral. Una orquesta bien afinada, pero dirigida desde el despacho del ministro.

El sindicalismo, versión domesticada

El sindicalismo, que debía ser libre, se convirtió en una especie de club con entrada reservada.

El Gobierno de Azaña impidió el funcionamiento normal de los sindicatos, y curiosamente, los únicos obreros que encontraban trabajo eran los que veían la revolución como un camino legítimo. O al menos, útil para el partido.

Con Indalecio Prieto (P.S.O.E.) en Obras Públicas y Pedro Rico en la alcaldía de Madrid (Acción Republicana) se diseñaron planes de estímulo económico y fomento del empleo.

Todo correcto, en apariencia. Hasta que descubrimos que para trabajar en el túnel de la risa o en la prolongación de la Castellana, se pedía un carnet sindical muy concreto: el de la U.G.T.

Largo Caballero había recuperado los Jurados Mixtos, una versión republicana de los antiguos Comités Paritarios inventados por la dictadura de Primo de Rivera. Aquello, que ya sonaba a manipulación, quedó ahora directamente bajo control socialista. La neutralidad brillaba por su ausencia.

La C.N.T., mientras tanto, volvió a ser el enemigo interno. El Gobierno de Azaña la persiguió con la misma saña que la dictadura anterior, aquella en la que la U.G.T. había colaborado con Primo de Rivera para apartar del mapa a su rival histórico.

Los comunistas ortodoxos, pocos pero ruidosos, seguían las órdenes de la Komintern. Tenían una instrucción clara: apoyar cualquier movimiento que desestabilizara la República “burguesa” en nombre de la futura “dictadura del proletariado”.

La Komintern critica la gestión del PCE acusándolo de no saber aprovechar la coyuntura política española. (La Luz, 12/02/1932)

El destierro de Durruti: de héroe a rehén

En lugar de ganarse al proletariado, la política del Gobierno lo empujó a la radicalización. Los obreros descontentos acabaron abrazando a la CNT con fervor casi religioso.

Si uno lee la prensa de la época, la escena parece un bucle: el Gobierno proclamando orden, los anarquistas declarando huelga, y el Estado incapaz de disolverla sin reprimirla.

Amparado en la Ley de Defensa de la República, Azaña transformó la democracia en un Estado policial donde bastaba una firma para suspender derechos ciudadanos. No hacía falta juez, ni pruebas, ni sentido común.

Ejemplo de manual: el encarcelamiento de Buenaventura Durruti y un centenar de compañeros, encerrados en las bodegas del carguero Buenos Aires tras los sucesos del Llobregat, en enero de 1932.

El barco permaneció atracado en Barcelona unos días y luego zarpó rumbo a Bata (actual Dajla, Sahara Occidental). Sin juicio, sin defensa. Deportados por decreto. Con un par.

La prensa anarquista, claro, lo convirtió en símbolo. 

Portada del periódico anarquista "La Tierra" del 1/02/1932.

Figuras como Ángel Pestaña o Joan Peiró, dentro de la CNT, intentaban mantener una posición posibilista, incluso de colaboración con la República. Pero el trato que recibieron fue el de siempre: paternalismo y desprecio.

“Entre otras visitas, la de Pestaña y otros tres miembros de la CNT que vienen a pedir clemencia para los deportados del Buenos Aires. Casi no les he dejado hablar, y aunque la entrevista ha sido larga, me lo he dicho yo todo. (...) Pestaña parece muy quebrantado.” (Diarios de Azaña, 27/02/1932)

El Gobierno confundió autoridad con arrogancia. El resultado: los deportados se convirtieron en mártires y la represión, en gasolina para el fuego.

En España, las ideas políticas tienen la costumbre de florecer cuando se las pisa.

(Heraldo de Madrid 26/06/1932.)

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El control de los trabajadores del campo

Hablar del proletariado en los años treinta es una generalización perezosa.

No era lo mismo un conductor de tranvía madrileño con jornada dominical y vivienda de protección oficial, que un jornalero andaluz que llevaba desde niño vareando olivos por un “salario de hambre”. Bastaba alejarse treinta kilómetros de Madrid para toparse con otro país: hambre, analfabetismo y resignación.

Fue allí, en la España profunda, donde más calaron las promesas de la revolución. Los jornaleros esperaban una reforma agraria inmediata; en cambio, el proyecto de Marcelino Domingo se atascó en el Parlamento, y lo que es peor, no había un duro para ejecutarlo.

Paradójicamente, el golpe de Estado de Sanjurjo sirvió de excusa para confiscar tierras sin indemnización, no solo a los golpistas, sino también a una nobleza que ni se había movido de casa. Justicia exprés al gusto del populismo.

Pero los jornaleros no eran ingenuos. Entendieron rápido que la tierra “nacionalizada” no sería suya. El Estado pretendía que trabajaran en usufructo las fincas colectivizadas. Ellos querían ser propietarios, no peones del Ministerio.

Guardias de Asalto y Guardia Civil toman al asalto la vivienda de un anarquista en Valencia. (25/01/1933)

Por si faltaba ironía, la célebre Ley de Términos Municipales de Largo Caballero, que impedía a un jornalero trabajar fuera de su municipio, terminó conocida como la “Ley del Hambre”.

Los de Villarriba no podían ir a segar a Villabajo, y viceversa. El paro se disparó donde había demasiados jornaleros, mientras las cosechas se pudrían en los pueblos con demasiada tierra. Un éxito rotundo.

La ley también arruinó a los segadores gallegos y extremeños que cada verano acudían a Castilla. 

Azaña y sus ministros socialistas se mostraron tan hábiles como los viejos caciques, pero con estética proletaria: las casas del pueblo de la U.G.T. se convirtieron en oficinas de empleo con trato preferente para los afiliados.

Un dato que dice más que mil discursos: los afiliados a la U.G.T. pasaron de 300.000 a casi 1.500.000 mientras Largo Caballero fue ministro de Trabajo. La meritocracia tenía carné.

Los jornaleros que quedaron fuera del reparto se tomaron la justicia por su mano, ocupando fincas antes de que llegaran los ingenieros del Estado a medirlas. La CNT, desde luego, aplaudía cada ocupación. La respuesta del Gobierno fue más represión.

Dos años de toma y daca, hasta que los sucesos de Casas Viejas pusieron fin al experimento progresista. 

El bienio terminó como empezó: entre el humo y la decepción.

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