La primavera trágica de 1936: Anatomía de una combustión

Manifestación del 1 de Mayo de 1936 en Madrid
Manifestación monstruo del 1 de mayo en Madrid. Arrastran un monigote que representa un político de la oposición.

En julio de 1936, España era un paciente febril al borde del colapso, y su Parlamento, una sala de espera sin médicos.

El 16 de julio se celebró la última sesión de la II República antes de que se abriera la veda. Tres días antes habían asesinado a Calvo Sotelo, diputado de la oposición, secuestrado en su casa por policías que actuaban como si la ley fuera una sugerencia.

A partir de ahí, el Parlamento echó el cierre. No por respeto, sino por pánico. El presidente de la Cámara, con esa templanza tan española que confunde el miedo con la prudencia, decretó una “tregua parlamentaria de ocho días” para que se “serenasen las pasiones”.

Como si el país fuera un adolescente histérico y bastara con dejarlo respirar.

Cuatro días después, el Gobierno tuvo que convocar a las Cortes a toda prisa para prorrogar el Estado de Alarma que —detalle delicioso— seguía vigente desde las elecciones de febrero.

La “normalidad democrática” de la República era ya un simulacro, pero todavía se jugaba a fingir lo contrario.

La primavera trágica de 1936

Un país en alarma perpetua 

 El Estado de Alarma, instaurado con entusiasmo quirúrgico por el Gobierno republicano, era la excusa perfecta para suspender derechos, censurar la prensa, prohibir manifestaciones y detener a quien respirara con sospecha ideológica.

En teoría servía para “preservar el orden público”; en la práctica, fue el modo elegante de mantener una dictadura con estética de urna. Ni jueces ni garantías. Solo la voluntad de quienes creían que la libertad debía ser racionada como el pan en tiempos de guerra.

Portela Valladares, aquel presidente interino con alma de mártir, lo había pedido entre lágrimas al ver el cariz que tomaban los acontecimientos. Dimite, entra en depresión y deja el Gobierno tirado sobre la mesa. España, por supuesto, siguió adelante sin nadie al volante.

Censura, violencia y propaganda

Durante los meses siguientes, la censura fue tan densa que los historiadores han tenido que recurrir a la prensa extranjera para entender lo que pasaba en su propio país.

El diputado comunista Joaquín Maurín lo dijo con un sarcasmo involuntario: “Para saber lo que pasa en España hay que leer la prensa inglesa.” (Sesión parlamentaria del 16 de julio)

Mientras tanto, la calle hervía. Huelgas, asaltos, tiroteos entre falangistas y militantes obreros, linchamientos por rumores absurdos —como aquel de los “caramelos envenenados”— y la indiferencia del Gobierno componían un cuadro de locura con pretensiones de legalidad.

El Parlamento era el único rincón donde la oposición podía hablar. Y cada sesión era un espejo deformado: los discursos sonaban a aviso de naufragio, pero los aplausos del Frente Popular seguían marcando el compás de un sistema que se creía inmortal.

Marzo de 1936: el país entra en coma con la cabeza alta

En marzo, Manuel Azaña pidió la primera prórroga del Estado de Alarma.

Estrenaban legislatura y ya estaban aprobando su propio respirador político. El país estaba en llamas, literalmente, pero las Cortes aplaudían con entusiasmo administrativo.

Valga como muestra lo que escribió Azaña a su cuñado el 17 de marzo:

«Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos. ¡Hasta en Alcalá!»
("Retrato de un desconocido" de Rivas Cherif)

Lo decía sin dramatismo, casi con burocracia. España se desangraba, pero lo importante era que el recuento de actas siguiera su curso.

Un traspaso de poderes peculiar

Azaña fue investido en circunstancias totalmente anómalas: solo tres días después de las elecciones, en pleno recuento electoral, sin que se hubiera celebrado la segunda vuelta... como quien se cuela en una fila convencido de que su cultura bastaba para justificar el desorden.

Mira como sería el ambiente, que la derecha, ingenua o suicida, lo apoyó pensando que sería un gobierno “provisional”. Lo fue: provisionalmente fatal.

Represión republicana: Asalto a la sede de Acción Popular en Vallecas
Asalto a la sede de Acción Popular en Vallecas el 11/03/1936.

Abril: Azaña se va, la violencia se queda

En abril, el Gobierno seguía pidiendo prórrogas del Estado de Alarma con la misma naturalidad con que se pide el café de la mañana.

Azaña, consciente de que la olla iba a estallar, decidió quitarse de enmedio ascendiendo de categoría: dejó la presidencia del Consejo y se postuló a Presidente de la República. La idea era pasar de apagar incendios a inaugurar exposiciones.

Mientras tanto, los aliados del Frente Popular se entretenían con la revolución pendiente.

Los anarquistas y comunistas querían incendiar el sistema, los republicanos se contentaban con sobrevivir y el socialismo se peleaba entre Caballerístas y Prietistas, para decidir de qué lado estaban.

Un grupo de obreros se apodera de una línea de tranvías en Madrid
La revista U.G.T. - Transporte de abril informa que sus afiliados han "incautado" la línea de tranvías de Ciudad Lineal en Madrid. Con un par.

El 15 de abril, durante el debate de investidura, Calvo Sotelo dejó caer una frase que hoy suena casi moderada: “La garantía de la vida es en la calle una cosa inexistente”. En particular, si la comparamos con esta otra:

«"... justicia quiere decir, señores de la derecha, un desquite natural, quiere decir una expresión que vosotros utilizáis, puesto que la tenéis en la Biblia; quiere decir la ley del Talión.»
(Joaquín Mourín, P.O.U.M.)

El horno no estaba para bollos. El desfile del V aniversario de la República había terminado el día anterior con una lluvia de balas frente a la mismísima tribuna presidencial.

El diputado del partido Liberal Republicano, F. Fernandez de Castillejo, aseguraba en la sesión del día siguiente:

«No existe en España solo el ataque de elementos aislados. Es el propio poder público, sobre todo en sus autoridades subalternas, y sectores políticos que le apoyan, quienes provocan la ilegalidad y el atropello»

La democracia española tenía puntería autodestructiva.

Mayo: caramelos, censura y tiros

Mayo de 1936 fue el mes en que la paranoia se institucionalizó. La tensión era tal que el Parlamento acabó debatiendo el “bulo de los caramelos envenenados”.

Sí, en serio. 

Corrió el rumor de que unas damas catequistas estaban repartiendo caramelos con cianuro a los hijos de obreros. Resultado: iglesias ardiendo, linchamientos, y una multitud en éxtasis moral defendiendo a la infancia de un veneno inexistente.

Cuando el ministro Casares Quiroga aseguró que era un “rumor criminal”, la izquierda aplaudió como si el país se hubiera salvado. El resto del mundo se tapó la cara.

Titular del periódico La Libertad visado por la censura
Periódico La Libertad (5/05/1936)

El Parlamento seguía siendo el único rincón donde la oposición podía hablar. Pero incluso ahí la censura metía mano. El socialista Luis Rufilanchas pidió prohibir que se publicaran las denuncias de Calvo Sotelo sobre la violencia en España.

El intento fracasó, pero el gesto bastó para confirmar lo obvio: la libertad de expresión era un lujo que ya no se podían permitir.

Calvo Sotelo, obstinado, logró colar su lista de desmanes en el Diario de Sesiones. Nueve páginas de asesinatos, incendios y atentados entre abril y mayo. Su advertencia final fue casi profética: “Si no se ataja la violencia de un lado y del otro, no se impide la guerra civil, se la prepara.”

Junio: el país se dispara al pie

En junio, el Gobierno decidió saltarse las formas y prorrogar el Estado de Alarma sin avisar a la oposición. Los líderes conservadores no asistieron a la sesión, y el Frente Popular votó en solitario.

Total, la legalidad ya era un formalismo decorativo.

Mientras tanto, el país vivía su propio festival de sangre.

En Málaga, socialistas, comunistas y anarquistas se enzarzaron a tiros por un conflicto pesquero. Hubo muertos de todos los colores, incluyendo una niña de once años.

Las portadas pedían calma con titulares que parecían escritos por un psiquiatra cansado: “El estado de guerra civil entre el proletariado destruye todo intento de preparación revolucionaria.”

Titular del Periódico Solidaridad haciendo un llamamiento a la calma
(Solidaridad Obrera. 13/06/1936)

Gil Robles, que todavía creía que las palabras podían más que las balas, volvió al Parlamento el 16 de junio con un resumen de la situación: 269 muertos, 1.287 heridos, 113 huelgas generales, 228 sectoriales, 251 iglesias asaltadas, 312 sedes políticas destruidas y 33 periódicos arrasados.

Si alguien buscaba “normalidad democrática”, ahí la tenía, con datos.

Su conclusión fue directa: “El estado de excepción no se emplea para hacer cumplir la ley, sino para aplastar a quienes no piensan como vosotros.”

Nadie se dio por aludido. El Frente Popular respondió renovando su confianza en el Gobierno “para la realización de su programa”. ¿Qué programa?, nunca quedó claro. 

Titular del periódico Ahora
El Gobierno reconoce que existen elementos civiles armados que se arrogan "funciones reservadas a los agentes de la autoridad" del Estado (13/06/1936)

Otro que creía en el valor de la palabra era don Indalecio Prieto. Fue a dar mitin en la plaza de toros de Écija, pero fue recibido a pedradas, botellazos y gritos de traidor por las Juventudes Socialistas Unificadas controladas por Largo Caballero.

Don Inda se prestó a continuar, pero cuando le cortaron la megafonía y sonaron los primeros tiros, se acabó lo de hablar en público para él.

Salió ileso de la balacera de Écija gracias al buen hacer de sus escoltas, más conocidos como "los chicos de la motorizada”.

Como lo oyes.

Julio: el silencio antes del magnicidio

El 13 de julio asesinaron a Calvo Sotelo.

Camioneta utilizada en el asesinato del diputado Calvo Sotelo
Camioneta policial utilizada para secuestrar a Calvo Sotelo.

Tres días después, el Parlamento cerró “para calmar las pasiones”. La metáfora se escribió sola: la democracia española, clausurada por exceso de emoción.

Aun así, el 16 de julio abrir la Diputación Permanente para prorrogar, por última vez, el Estado de Alarma.

El diputado Suárez de Tangil se levantó y anunció que su grupo se retiraba “de la farsa de fingir un Estado civilizado”. Dio un portazo, y con él se cerró simbólicamente la II República. 

Gil Robles, antes de huir del país, leyó el último parte de guerra civil no declarada: 61 muertos, 224 heridos y decenas de iglesias y sedes políticas incendiadas en menos de un mes. Nadie replicó. Nadie podía.

Tres días después, el ejército se levantó. 

Epílogo: el espejismo republicano

A partir de ahí, las sesiones parlamentarias se cuentan con los dedos de una mano mutilada.

En octubre de 1936, Largo Caballero fue investido presidente ante poco más de un centenar de diputados. Los demás estaban presos, escondidos, muertos... o en el otro bando.

El Estado de Alarma siguió vigente hasta diciembre de 1938. Ni siquiera en plena guerra se atrevieron a llamar a las cosas por su nombre.

Preferían la ficción de un régimen “constitucional” antes que admitir que todo se había derrumbado.

La primavera trágica de 1936 no fue una estación: fue el último acto de una democracia que se suicidó con ceremonia. Una mezcla letal de miedo, arrogancia y convicción moral.

En su epitafio podría leerse: “Murió creyendo que aún gobernaba.”

Mas capítulos en: esta verdadera crónica política de la II República

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