Proclamación de Azaña Presidente de la II República
| Azaña sale del Congreso después de jurar su nuevo cargo. |
Azaña, segundo presidente de la República
Azaña llegó al poder en 1936 con las manos llenas de votos… y los bolsillos vacíos de autoridad. Había sido nombrado Presidente del Gobierno tras las elecciones del Frente Popular, pero de ahí a dirigir el país había un abismo del tamaño de la Puerta de Alcalá.
Veamos.
Su victoria fue una especie de alianza imposible: republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y algún despistado más. En teoría, todos unidos por la democracia. En la práctica, cada cual soñando con su propia revolución.
Llegó al Poder prisionero de sus aliados del Frente Popular. Habían ido juntos a las elecciones, y aunque los marxistas se negaban a participar en un gobierno "burgués", tampoco estaban dispuestos a dejarlo tranquilo.
Mientras tanto, las calles ardían: el ambiente ideal para inaugurar un nuevo gobierno, claro.
A los pocos días de empezar a gobernar, Don Manuel ya estaba acongojado por los atentados a personas, iglesias, periódicos y sedes de partidos que se estaban cometiendo por los pueblos y ciudades españolas.
Azaña, empezó “a lo suyo” como si no pasara nada: es decir, a legislar mientras el país se descomponía con elegancia trágica.
Veamos:
Azaña: un Presidente de Gobierno desbordado
Ya he contado en el capítulo dedicado a las elecciones de 1936 que Alcalá-Zamora lo había nombrado Presidente del Gobierno incluso antes de acabar el recuento electoral. La derecha, en un arrebato de estupidez estratégica, apoyó el —tan improvisado, como ilegal— Decreto-Ley de amnistía. Fue el primero de una serie de actos de generosidad política suicida.
El 1 de marzo de 1936, Azaña firmó otro decreto que merece figurar en el museo de los disparates jurídicos: obligaba a empresarios y autónomos a readmitir a todos los que habían participado en el golpe de 1934.
Los mismos que habían intentado derrocar al Estado recuperaban su empleo con honores y además cobraban los sueldos que dejaron de percibir por estar en prisión. Una obra maestra de justicia poética al revés.
La medida hundió miles de negocios y desató una sensación de injusticia monumental. Los ciudadanos obedientes, castigados; los golpistas, premiados. Lo más parecido a una revolución con papeles sellados.
Ca-ga-te-lo-ri-to.
El 13 de marzo, la iglesia de San Luis, en la calle Montera, a 100 metros de la Puerta de Sol, ardía alegremente mientras la policía contemplaba el fuego como si fuera una verbena. Era el preludio de lo que venía.
Azaña, convencido de que todo se arreglaría con más democracia, anunció elecciones municipales. Llevaban sin celebrarse desde 1931, así que el gesto parecía lógico. Pero lógica y política rara vez duermen en la misma cama.
Una semana después, las desconvocó.
Mientras don Niceto le decía que el clima social no permitía celebrar unas elecciones democráticas, sus socios marxistas le exigíann los mejores puestos en las listas prometiendo “un nuevo 14 de abril”, es decir, una revolución con banda sonora soviética.
“Esto es una simpleza, pero, por lo mismo, es dañoso. Los republicanos protestan y el hombre neutro está asustadísimo. El pánico de un movimiento comunista es equivalente al pánico de un golpe militar. La estupidez sube ya más alta que los tejados.”(Rivas Cherif, Retrato de un desconocido, carta de Azaña del 28 de marzo)
La estupidez, efectivamente, ya se podía ver desde los campanarios.
Campesinos se apoderan de tierras en Badajoz
La “reforma agraria” se había convertido en el deporte nacional. El gobierno observaba con la misma pasividad con que uno ve caer granizo sobre el coche de otro.
Azaña abandona el Gobierno para ser Presidente de la República
Ahí Azaña se rindió. Comprendió que dirigir el Gobierno era imposible por las exigencias de sus socios y que la Presidencia de la República ofrecía un retiro dorado, lejos del ruido y de los ministros armados de consignas.
“Vamos cuesta abajo (..), por la taimada deslealtad de la política socialista (..), por los disparates que el Frente Popular está haciendo en casi todos los pueblos, (..) No sé, en esta fecha, como vamos a dominar esto. Si no tuviese a la vista la cuestión presidencial, ya habría dado la espantá”(Rivas Cherif, Retrato de un desconocido, carta 17 de marzo)
Traducción libre: “Esto se hunde, pero si me dan el trono quizá aguante un poco más”.
El obstáculo se llamaba Niceto Alcalá-Zamora, jefe de Estado en ejercicio, republicano devoto y hombre con más ego que reflejos.
Don Niceto era un marrajo difícil de lidiar y estaba más cabreado que un gorila en la jaula de un canario. Unos parientes suyos fueron encarcelados por un alcalde que quiso “tranquilizar a las masas” tras un intento de linchamiento. Todo porque la familia del Presidente se oponía a que les ocuparan las tierras. Azaña, con su humor de despacho, se lo contó a su cuñado entre risas.
Normalidad democrática, nivel España 1936.
La destitución de Alcalá-Zamora
El plan para quitar a Alcalá-Zamora fue digno de un manual de conspiración parlamentaria. Indalecio Prieto fue el colaborador necesario: presentó el 7 de abril una moción firmada por todos los partidos del Frente Popular.
La Constitución ofrecía dos vías para destituir al Presidente:
- Artículo 82: la moción de censura tradicional. Necesitaba 3/5 de los votos. Imposible: si la votación no salía adelante, traía aparejada la disolución automática de las Cortes. La estocada podía acabar en cornada.
- Artículo 81: destituirlo alegando que había disuelto el Parlamento sin justificación. Bastaba la mayoría absoluta.
Adivina cuál eligieron.
La Constitución daba potestad a Alcalá Zamora para disolver el Parlamento una vez. No obstante, para impedir que lo disolviera cada vez que le saliera de la higa, sus señorías podían juzgar la oportunidad de una segunda disolución. En caso negativo, llevaba aparejada la destitución del Presidente.
Los mismos que venían exigiendo disolver las Cortes desde las elecciones de 1933 ahora acusaban a Alcalá-Zamora de haberlo hecho sin razón. Hipocresía elevada al rango de ciencia política.
Alcalá-Zamora se defendió alegando que la primera disolución de Cortes no contaba porque eran “constituyentes”. Una pirueta jurídica que nadie quiso escuchar.
El Parlamento votó su destitución por 238 votos a favor, uno más de los necesarios. La derecha se abstuvo. Incluso Portela Valladares, su testaferro político, votó en contra. La votación fue un retrato del rechazo que don Niceto generaba en todo el arco parlamentario.
El primer presidente de la Segunda República cayó con menos trámite que echar a un un bedel.
Alcalá-Zamora, despechado, se marchó de vacaciones. La guerra lo encontró de crucero por los fiordos noruegos. No volvió a pisar España.
Indalecio Prieto, el sustituto fallido
“Amigos y compañeros. Si el desmán y el desorden se convierten en sistema perenne, por ahí no se va al socialismo, (..) se va a un desorden económico que puede acabar con el país.”(Indalecio Prieto. Mitin de Cuenca. 1/05/1936)
Azaña quería a Prieto como su sucesor en el Gobierno. Al menos tenía sentido de Estado, un bien escaso en aquel zoológico político.
El problema era que pintaba en el PSOE menos que un pin de nevera. El que mandaba era Largo Caballero, el “Lenin español”, y su idea de gobernar era esperar a que el sistema colapsara para seguir adelante con su sueño húmedo de redención obrera.
El 7 de mayo, la UGT publicó una nota que enterró las pretensiones de Prieto
«La Unión General de Trabajadores dará por cancelados sus compromisos con el Frente Popular si se forma un gobierno en el que entren elementos socialistas y recabará su libertad de acción en defensa de los intereses de la clase trabajadora.»
Fue la nota que cerró la puerta a una alternativa de moderación. El hecho es que "la mula honesta" pudo con Besteiro, Indalecio Prieto, Fernado de los Rios y cuantos representaban algo de superiodiad intelectual en el partido socialista.
La "mula honesta" es un remoquete que le puso Besteiro, que añadía "honesta pero mula."
Azaña investido Presidente de la República
El 10 de mayo, Azaña fue elegido segundo Presidente de la República. No había cumplido ni los primeros cien días como jefe del Gobierno.
Su partido, Izquierda Republicana, veía como líder prefería inaugurar exposiciones que dirigir ministros cuando el país más lo necesitaba.
Prieto, humillado, publicó una nota lacónica:
“Me he visto en el trance de no acceder al ofrecimiento cariñoso del Presidente de la República, movido por el afán de no avivar disensiones respecto de las cuales sería pueril disimulo, puesto que muchos se complacen en proclamarlas a gritos.”
Fue la elegancia antes del naufragio. Quizá allí se perdió una última oportunidad de evitar la guerra, o quizá ya no quedaba marcha atrás.
El gobierno Casares Quiroga
Azaña recurrió a sus leales. El nuevo presidente del Consejo fue Santiago Casares Quiroga, gallego discreto, de salud débil y fama de obediente.
Casares había sido ministro en todos los gobiernos de Azaña durante el primer bienio. Pasó por Marina, luego por Gobernación, donde se doctoró en caos: sucesos de Castilblanco y Arnedo, insurección anarquista del Llobregat, Sanjurjada, matanza de Casas Viejas… una lista negra de episodios que harían dimitir a cualquiera con conciencia.
Como presidente, sin embargo, fue la antítesis del “implacable” Ministro de Gobernación. Se paralizó entre dos miedos: la revolución obrera y el levantamiento militar. El resultado fue una inacción perfecta.
Mientras la violencia aumentaba y los discursos se volvían apocalípticos, Casares se limitaba a redactar decretos que nadie obedecía. Dimitió la noche del 18 de julio, cuando los generales ya estaban moviendo tropas. El resto lo escribió la guerra.
La historia de Azaña como segundo presidente de la República es una parábola sobre el idealismo y la impotencia. Intelectual, representante de un pequeño partido, atrapado entre fanáticos de distinto signo, creyó que la razón podía imponerse al ruido.
El país que soñó ilustrado se convirtió en un campo de trincheras verbales. Gobernó con pluma; le derribaron los fusiles. Lo demás, ya lo escribió la guerra.
Próximo capítulo: Censura y violencia en la primavera del 36. (Anatomía de una combustión)




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