Manuel Azaña tuvo que gobernar en medio de una tensión que no creó él, pero que lo envolvió por completo.
Pensó que podría manejar la fractura psicológica del PSOE, pero la sufrió en primera línea. Prieto pedía reformas racionales; Largo pedía revolución. Y Azaña, que soñaba con administrar un Estado moderno, encontró un partido dividido que convertía cada decreto en un campo de batalla.
Azaña, político intelectual, confiaba en que las reformas podían disciplinar a un país fatigado. Pero su fe burguesa en la ley chocó con una realidad de huelgas, ocupaciones de tierras y radicalización creciente.
La Ley de Defensa de la República, que él mismo impulsó para proteger al régimen, aceleró su fama de gobernante distante y autoritario. Mientras Prieto buscaba eficacia, Largo exigía una transformación total del país, aunque hiciera falta dinamitar la República para alcanzarla.
El presidente vio cómo su gabinete se inclinaba cada vez más hacia posiciones radicales. Parecía conducir un gobierno donde él tenía la palabra, pero otros tenían las palancas.
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| Azaña: minting en campo abierto (Mestalla 1935) |
En los pueblos se repetía que era “testaferro de las políticas socialistas”, una caricatura a lo mejor injusta, pero alimentada por la fuerza que Largo había ganado entre las masas. Azaña se desahogaba con ironía en sus memorias: tenía que convivir con un partido que glorificaba la épica obrera sobre el cálculo político.
Azaña intentó contrarrestar la tensión con discursos que buscaban elevar el espíritu público. Pero sus frases más célebres se volvieron contra él.
“España ha dejado de ser católica” Constituye una declaración petulante de ruptura civilizatoria que pasaba por alto la imposibilidad de legislar sobre el alma de un pueblo.
Cuando la quema de iglesias de mayo aseguró que "la vida de un republicano valía más que todas las iglesias de España". La frase reforzó la sensación, ya extendida, de que quien no fuera republicano valía poco o nada en aquella España dividida.
Y si en mayo manifestó lo mucho que valía la vida de un republicano, pronto tuvo que cambiar de discurso: “Si la República no se hace respetar, se hará temer.” Suena a desesperación. Don Manuel empezaba a acongojarse con el desorden creciente. Un gobernante que había confiado en la fuerza de la razón empezaba a sospechar que la razón no bastaba para sostener un Estado que se estaba deshilachando.
En el choque entre Prieto y Largo, Azaña quedó como árbitro de un partido al borde del estallido. Intentó sostener la autoridad moral del gobierno, pero la fractura socialista acabó arrastrando su proyecto de país.
Azaña siempre gobernó con la sensación de que los suyos empujaban en direcciones contrarias. Cuando el barco comenzó a hundirse, sus reformas quedaron enterradas en el ruido de una España dividida en dos almas irreconciliables.
Octubre de 1934: la bisagra sangrienta
La insurrección de octubre de 1934 fue el momento en que el PSOE dejó de disimular su fractura interna. Fue el punto donde el choque psicológico entre Largo Caballero e Indalecio Prieto pasó de ser una discusión de pasillos a convertirse en un conflicto histórico con miles de víctimas.
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| «Vamos a echar abajo el régimen de propiedad privada. No ocultamos que vamos a la revolución social. ¿Cómo? (Una voz en el público: ‘Como en Rusia´). No nos asusta eso». (Mitin de Cádiz, 24/05/1936) |
Aquel levantamiento nació del lenguaje inflamado de Largo Caballero. Para él, la entrada de la derecha en el Gobierno era el aviso de la contrarrevolución, y la única respuesta posible era la insurrección.
Su discurso era mesiánico: había que responder al “fascismo” con revolución. No importaba que el Gobierno fuese legal; para Caballero, había dejado de ser legítimo.
Prieto, en cambio, sabía que el plan era un desastre. Su instinto político le decía que la insurrección solo lograría debilitar a la República. Pero se dejó empujar por el peso del partido. Apoyó lo que íntimamente rechazaba.
Cuando Asturias ardió y la represión llenó las cárceles, Caballero negó su autoría en los hechos para salvar el partido. La inmunidad parlamentaria le libró del Tribunal Militar y un año después el Supremo lo tuvo que liberar por falta de pruebas.
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| Largo Caballero negó participar en la Revolución dejando en lla estacadaa los obreros. |
Prieto comprendió el tamaño del error. Caballero no lo entendió así: vio la derrota como un paso más hacia la épica proletaria.
Octubre de 1934 fue la bisagra: a partir de ese punto, el PSOE dejó de ser un partido en tensión para convertirse en un partido en guerra interna.
La República pagó el precio. La derecha radicalizó su discurso; la izquierda perdió cohesión; y los moderados quedaron arrinconados entre dos campos enfrentados. El futuro del país quedó marcado por aquel error colectivo.
1936–1937: la implosión socialista y la caída de Caballero
En septiembre de 1936, Largo Caballero llegó a la jefatura del Gobierno con el aura del líder obrero llamado a salvar la República.
Pero su psicología, adecuada para la asamblea sindical, era inadecuada para dirigir un Estado en guerra. Su estilo no era el de un negociador, sino el de un comandante rodeado de fieles. La desconfianza marcó su gestión desde el primer día.
Prieto, desde el Ministerio de Marina y Aire, intentaba ordenar lo que aún podía salvarse. Su visión técnica chocaba sin remedio con la rigidez caballerista. Necesitaba coordinación, disciplina y estrategia. Largo imponía lealtades personales, desconfianza mutua y mensajes inflamados. El Consejo de Ministros parecía un choque entre dos mundos que ya no se comunicaban.
La presión comunista, la falta de éxitos militares, los enfrentamientos con anarquistas y la propia incapacidad para organizar un mando unificado precipitaron la caída de Caballero. El 17 de mayo de 1937 fue apartado del poder por una combinación de sus propios errores y la pérdida de apoyo dentro del PSOE. Lo vivió como una traición, no como una consecuencia lógica de su estilo de gobierno.
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| Largo Caballero observa las maniobras en el asalto al Alcázar de Toledo |
La implosión socialista fue total. Prieto continuó en el gobierno con Negrín, pero ya sin la fuerza de antaño. Caballero quedó herido, aislado, aliado solo con su resentimiento. El partido había perdido cohesión, credibilidad y capacidad para sostener el esfuerzo bélico. La República, debilitada por dentro, no pudo resistir lo que vino después.




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