Pedro Rico, alcalde de Madrid: clientelismo, destitución en 1934 y la huida a Valencia en 1936
Pedro Rico López (1888–1957) fue abogado (1910, por si te tranquiliza saber que al menos sabía leer expedientes) y político republicano.
Y, lo más importante: fue alcalde de Madrid en el peor momento posible para serlo: primero en el arranque de la República (1931) y luego en el colapso de 1936. Un gestor atrapado entre la maquinaria municipal y la trituradora moral de la guerra.
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| Pedro Rico (izquierda) hace entrega simbólica de la Casa de Campo al Ministro de Hacienda Indalecio Prieto (derecha) en presencia del notario Pedro Tovar (6 de mayo de 1931) |
Pedro Rico: el alcalde que quiso administrar Madrid y acabó administrando su propia coartada
1) 1931: la República llega… y el Ayuntamiento se convierte en laboratorio (y en bolsa de trabajo con bandera)
Tras las municipales del 12 de abril y la proclamación republicana, el 15 de abril de 1931 el consistorio lo elige alcalde. No por carisma mesiánico, sino por esa alquimia municipal donde se mezcla partido (afialiado a la Izquierda Republicana de Manuel Azaña), oportunidad y el hambre de “ahora sí” que tenía media ciudad.
Rico era un republicano de gestión: empleo, enseñanza, vivienda para clases trabajadoras… lo que hoy llamaríamos “políticas públicas” y entonces era, sencillamente, “que la ciudad no se caiga a cachos”. Hasta aquí, el folleto.
Pero en el Madrid real —ese que no cabe en la historia subvencionada— Rico no flotaba en el vacío: colaboró estrechamente con el PSOE madrileño y se movía cómodo en ese ecosistema político-sindical. No es ningún misterio que Pedro Rico tenía buena sintonía personal con Indalecio Prieto, cuando éste posteriormente ocupó la cartera de Obras Públicas: una amistad que, con obras por adjudicar y favores por circular, no era precisamente un detalle decorativo.
Y aquí entra el segundo punto, el que hace que el lector deje de imaginar un consistorio y empiece a ver una máquina: según crónicas de la época, las obras municipales funcionaron muchas veces como agencias de colocación, con la UGT metiendo mano en el reparto de jornales y empleos.
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| Indalecio Prieto anuncia su ambicioso plan de enlaces ferroviarios para Madrid |
Lo que en teoría era “política social” podía convertirse, en la práctica, en clientelismo con mono de albañil: el paro se combatía, sí… pero también se organizaba quién entraba primero a la fila.
Y ya que hablamos de obras: el Madrid de la época, que podía perdonar el hambre pero no el ridículo, acabó bautizando la ampliación del Metro por la Castellana como “el túnel de la risa".
Primero, por lo que tardó: el retraso fue tan elástico que la obra se reanudó en época franquista y entró definitivamente en servicio el 1 de julio de 2022, como si el proyecto hubiese pedido asilo político en el calendario.
Y segundo, por la planificación: la obra consistía en excavar un tunel de 7,3 km de largo, salvando los 112 metros de desnivel que hay entre la zona de Atocha y la de Chamartín. En principio, la cosa pintaba bien, el problema vino cuando la tuneladora apareció dos metros por encima del nivel de la estación de Atocha.
Cuando una obra pública nace para ser símbolo de modernidad y acaba convertida en chiste topográfico, no necesitas propaganda: te basta con el sarcasmo del pueblo madrileño.
Y luego está la parte humana (y cruel) de la memoria urbana: Rico tenía un sobrepeso muy visible, fue popular, y eso en Madrid no se paga con cariño… se paga con caricatura. La ciudad te aplaude con una mano y con la otra te dibuja.
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| Las nuevas papeleras fueron bautizadas por los madrileños como «pedritos», inspirándose en el alcalde de la capital: el republicano Pedro Rico López. |
2) 1934: destitución por “abandono”… que, en Madrid, equivalía a colaborar
En octubre de 1934 Rico queda fuera de la alcaldía. Oficialmente, se formula como suspensión/destitución por “abandono de funciones” y “falta de asistencia al poder público”. Pero aquí viene la lectura que, desde mi punto de vista, hay que incorporar: en una capital, ese “abandono” no es una torpeza administrativa; es una postura política.
Porque en 1934 no hablamos de que el alcalde llegase tarde a un pleno: hablamos de un intento de quiebra del orden en el que la autoridad municipal en un momento que tenía un papel que no era simbólico. En aquella época el ayuntamiento gestionaba los mercados de abastos de la ciudad.
Y si el alcalde se “ausenta” cuando el poder necesita presencia, el resultado beneficia a los que están empujando el tablero. Puede que Rico no “participara” como militante, pero colabora de facto: dejando que la ciudad se deslice hacia el vacío.
La gracia negra de la política es esa: a veces no te condenan por lo que haces, sino por lo que dejas de hacer… cuando no hacerlo tiene consecuencias perfectamente útiles para alguien.
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| En 1932 encargó al famoso pintor tarifeño Agustín Segura un cuadro de si mismo de gran tamaño con un fajín con los colores de la bandera republicana. |
3) 1936: lo restituyen… y le cae encima la Historia con mayúscula y metralla
Febrero de 1936: le restituyen en el cargo sus correligionarios del Frente Popular. Y aquí su alcaldía pasa de “gestión de ciudad” a “administración de una olla a presión”. El verano trae el golpe, la guerra, el asedio y la degradación acelerada del orden público. En ese contexto, el alcalde es un hombre con sello oficial intentando imponer lógica a una realidad que ya no firma nada.
Aquí cuadra la imagen que dejan las memorias periodísticas: Rico como el político que cree que la institución basta para sostener el mundo… hasta que descubre que el mundo no le debe obediencia a ningún cargo. Puede intentar contener desmanes, ordenar, apelar a la legalidad; pero cuando el suelo tiembla, la legalidad se convierte en papel timbrado.
4) Noviembre de 1936: Valencia, o el despiste moral en su forma más pura
Llega el episodio decisivo, el que te marca para siempre aunque hayas asfaltado media ciudad: la cercanía de las tropas de Franco a la capital hizo que el Gobierno de la República tomara la decisión de abandonar la ciudad el 6 de noviembre del 36 para trasladarse a Valencia.
Aprovechando la oscuridad de la noche, decenas de ministros y consejeros escaparon en sus coches oficiales al Levante, convencidos de la inminente caída de la capital en manos de los sublevados. Pedro Rico hizo lo propio.
Y aquí es donde hay que clavar el colmillo con precisión: el momento exacto en que Madrid empieza a ver la guerra no en titulares, sino desde los tejados; cuando se ve a “los moros de Franco” por la Casa de Campo.
Pues justo ahí: cuando el ciudadano corriente baja al metro, cuando la ciudad se encoge y se prepara para aguantar… su alcalde emprende la retirada, dejando a su segundo como sustituto.
“Por tener que ausentarme de esta ciudad para desempeñar una misión que me ha sido confiada por el Frente Popular”Y como remate irónico, la huida ni siquiera le sale limpia. La historia, cuando se pone sarcástica, no perdona: de alcalde a fugado, y de fugado a devuelto. Un descenso rápido desde la Puerta de la Villa hasta la realidad.
Lo imperdonable no es que se fuera.
Es que se fuera después de pedir que los demás se quedaran.
Lógicamente, la prensa republicana ocultó el hecho, ni siquiera informó la huida del Gobierno a Madrid. Era demasiado vergonzoso para darlo a conocer y desmotivaría a los madrileños. Sin embargo,lo cierto es que a Rico lo paró un control anarquista en plena huida.
Los periódicos afectos al bando sublevado lo publicaron a bombo y platillo apenas un mes después, allá por diciembre.
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| Pedro Rico arengando a unos milicianos días antes de que huyera con el resto del gobierno a Valencia |
Y ahí vino el choque eléctrico: no era un vecino cualquiera cargando con una maleta, era el alcalde, el mismo que había presidido bandos, discursos y liturgias de resistencia. La indignación fue instantánea, casi mecánica: en una ciudad donde se exigía quedarse “por disciplina” y bajar al refugio “por civismo”, ver al primer edil buscando la puerta de atrás no parecía logística… parecía ejemplo inverso.
El diplomático chileno Carlos Morla Lynch lo cuenta en sus diarios del Madrid asediado, con ese tono de cronista que no necesita adjetivos porque ya tiene escena: detenido, devuelto, y con la humillación añadida de ser puesto a cavar trincheras.
El alcalde, “gordo como es él” —dice Morla— convertido de repente en jornalero forzoso del frente, con el pico como correctivo y la zanja como lección pública. Acabó pidiendo asilo político en la Embajada Mexicana.
Los madrileños no perdonaban fácilmente, y menos cuando la moral se predicaba desde un despacho y se practicaba con el motor en marcha.
Un descenso rápido desde la Puerta de la Villa hasta la realidad. Y esta vez, literal: de las actas municipales al barro, sin escala.
5) Exilio: sobrevivir a la guerra y luego sobrevivir al relato
Después, exilio y más exilio, y muerte en Francia (Aix-en-Provence) en 1957. El resto es la resaca larga: sobrevivir físicamente y luego intentar sobrevivir al relato.
Porque el exiliado no sólo pierde un país: pierde también el derecho a que su biografía se cuente con matices. Y Rico, convertido en símbolo fácil —para unos, el alcalde “socializado”; para otros, el alcalde que “se esfumó”—, tenía todas las papeletas para acabar reducido a caricatura: primero por su cuerpo, luego por su salida de Madrid.
De ahí esa pulsión típica del derrotado: dejar constancia, ordenar recuerdos, justificar movimientos, enderezar la estatua cuando ya te la están moldeando otros. Rico lo intentó en su librito Roja, Amarilla y Morada, donde sostiene que la adopción de la bandera republicana fue poco menos que un acto espontáneo por aclamación del pueblo, como si toda España hubiera madrugado el mismo día, se hubiera puesto de acuerdo sin chat de grupo y hubiera salido a la calle con la misma tela bajo el brazo.
Pero aquí entra la prosa más incómoda —y, por tanto, más útil— del periodista José María Carretero Novillo: según su testimonio, la franja morada no cae del cielo ni brota del “alma popular” como un milagro textil, sino que habría sido utilizada antes por el Partido Radical de Lerroux en sus pugnas con los catalanistas en Barcelona, precisamente para diferenciar su enseña de las banderas catalanas.
En esa lectura, el morado no sería tanto la revelación de una tradición nacional como la huella de una bandera de partido que terminó ascendiendo a enseña del Estado por una razón muy poco poética: convenía.
Carretero remacha la idea con una estocada de autenticidad partidista: al llegar la República, el único partido “republicano auténtico” habría sido el Radical de Lerroux, mientras que la inmensa mayoría de los demás eran partidos advenedizos con historial monárquico que, ya puestos, preferían que la nueva España naciera envuelta en una bandera que también pudiera leerse como certificado de pureza.
Dicho de otra manera: donde Rico escribe “aclamación”, Carretero ve marca política.
Y así, entre libros de justificación y memorias de mala leche, Rico no sólo intentó salvar su vida: intentó salvar su versión. A veces el exilio es eso: vivir fuera y escribir dentro.
6) La poshistoria: Pedro Rico vuelve… en forma de patrimonio
Y décadas después, Rico regresa al presente no por una avenida con su nombre, que también, sino por el rastro material de incautaciones y devoluciones: la memoria convertida en inventario, y el inventario devolviendo al personaje a la conversación.
Noticias recientes informan restituciones de obras atribuidas a su familia, devueltas por instituciones públicas en el marco de políticas de memoria. No es una rehabilitación política: es una devolución patrimonial. Pero el simbolismo es delicioso: el alcalde que se fue con la guerra vuelve a Madrid en forma de cuadros recuperados por sus herederos.
Porque al final, así funciona la historia cuando le da por la ironía: los cargos se olvidan, los bandos se discuten, los relatos se pelean… y lo que termina devolviendo a un personaje al presente es un inventario con sello oficial. Otra vez el sello. Otra vez el papel. Y otra vez, Madrid.






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