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"Mi suerte dijo si." Las memorias del tío de Julio Iglesias.

Manuel Iglesias con su hermano Julio. Entre ambos, el retrato del gran cantante internacional Julio Iglesias.

Se habla tanto de la próxima publicación de las memorias de Julio Iglesias, que me ha venido a la cabeza las de otro miembro de la familia.

Un Iglesias que, siendo mucho menos conocido, escribió —a mi juicio— uno de los mejores libros que se han escrito sobre la guerra civil.

Me estoy refiriendo a las memorias que publicó Manuel Iglesias-Sarria Puga en 1987, tituladas: “Mi suerte dijo sí. Evocación autobiográfica de Guerra y Paz (1918-1936-1945)”

Cómo se pasaba un bombardeo en el Metro de Madrid


Como se pasaba un bombardeo en el metro de Madrid.

Con los primeros bombardeos se desató el pánico en la ciudadanía, y los andenes del Metro de Madrid se llenaron de un nuevo perfil de usuarios.

Primero fueron los vecinos que vivían cerca de las estaciones. Madrileños que, movidos por el pánico, se sentían más seguros bajo tierra que en sus dormitorios.

Cuando Franco bombardeó Madrid... con panecillos.



Habían pasado muchos meses desde la última vez que cayeron bombas sobre Madrid. La guerra se había desplazado al Ebro.

La actividad en el frente madrileño se reducía a esporádicos golpes de mano, colocación de minas subterráneas para volar algún que otro parapeto, y jaranas esporádicas para mantener la tensión de los soldados.

El asedio del Alcázar de Toledo

Alcazar de Toledo

Toledo no tenía valor militar ni estratégico, sin embargo se convirtió en foco de atención internacional...

El Alcázar de Toledo: la leyenda

Azaña dramaturgo: el fracaso literario de un chanchullo político.

El presidente Azaña con el elenco de actores

El 19 de Diciembre de 1931, Don Manuel Azaña se estrenaba como dramaturgo en el teatro Goya de Barcelona con un drama titulado “La Corona.”

Azaña había llegado dos meses antes a la presidencia del Gobierno, justo despúes de la dimisión de Alcalá-Zamora.

Don Niceto, Presidente del primer Gobierno Republicano había dimitido después de condenar el maltrato que la nueva Constitución daba a la Iglesia Católica.

Una Constitución que había sido aprobada por el Parlamento solo diez días antes del estreno.

¿Quienes eran los moros de la guerra civil?



Las cabilas que poblaban el norte de África bajo influencia Española tenían tradición de indomables guerreros.

Nunca habían aceptado autoridad alguna, ni tan siquiera la del Sultán de Marruecos, al que aceptaban como líder espiritual [príncipe de los creyentes] pero no político.

¿Quien era Juan March?


Conocido en su pueblo de Mallorca como "Juanito Verga," Juan March empezó como tratante de cerdos, pero tenía gran olfato para los negocios y pronto se pasó al contrabando de tabaco.

Arturo Barea: entre la censura y la verdad


Quien recomendó a Arturo Barea para el puesto de censor de prensa sigue siendo un misterio menor: algunos apuntan a Antonio Mije, otros a un oscuro Velilla. Los historiadores aquí solo coinciden en lo esencial: su valedor era comunista.

En cualquier caso, Barea acabó entrevistándose con Luis Rubio Hidalgo, recién nombrado jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores. Fue él quien le ofreció el cargo de censor nocturno de prensa extranjera, justo cuando la guerra acababa de estallar.

Arturo Barea: censor en tiempos de guerra

El trabajo se desarrollaba de noche, cuando los corresponsales extranjeros enviaban sus crónicas por telégrafo desde el edificio de la Telefónica, en la Gran Vía.

Los despachos viajaban hacia Londres, París o Nueva York y amanecían impresos en los periódicos del mundo. De día, el tráfico era para los diplomáticos; de noche, para los periodistas y los censores.

Barea no era un funcionario gris, sino un autodidacta con pasado modesto: hijo de una lavandera, huérfano de padre y educado gracias al esfuerzo de un tío que le pagó estudios en un colegio de curas. Tenía 39 años cuando estalló la guerra.

Los comunistas solían desconfiar de cualquiera con idiomas —viajar era sospechoso, señal de clase media o alta—, pero Barea tenía el pedigrí obrero necesario para ganarse la confianza del Partido. Se manejaba en francés, pero su inglés era torpe y escolar; podía leerlo, no entenderlo del todo cuando se hablaba.

Aceptó el puesto con entusiasmo. Tras varios intentos frustrados de servir a la causa, la censura le ofrecía un modo de luchar contra el fascismo sin empuñar un fusil.

Arturo Barea era huérfano de padre y de origen humilde, pero un tío suyo pagó su educación en un colegio de curas. Tenía 39 años al estallar la guerra.

Trabajando en la oficina de prensa y propaganda

Cada noche, un coche del Ministerio lo recogía y lo dejaba frente al imponente edificio de la Telefónica, donde la International Telephone and Telegraph (ITT) centralizaba las comunicaciones internacionales. Desde allí salían los cables que mantenían a Madrid conectada con el mundo.

La oficina de Prensa y Propaganda ocupaba la quinta planta; en la cuarta trabajaban los corresponsales extranjeros.

La tarea de Barea, en teoría, era sencilla: impedir que se publicara cualquier dato que hiciera tambalear la moral de la población o la imagen de la República. En la práctica, la cosa se complicaba, porque la versión oficial de los frentes no coincidía con lo que realmente ocurría.

La prensa madrileña anunció hasta once veces la inminente rendición del Alcázar de Toledo. En una de ellas, el Gobierno llegó a invitar a los corresponsales para que presenciaran la “victoria definitiva”. La dinamita voló una torre, sí, pero los defensores siguieron disparando desde las que quedaron en pie. La propaganda insistía en el éxito; la realidad hablaba de derrota.

La prensa madrileña anuncia la rendición de los golpistas en el Alcázar de Toledo.

Los corresponsales empezaron a desconfiar. Las “retiradas estratégicas” que llenaban los comunicados sonaban a eufemismo, y en las redacciones extranjeras ya nadie se tragaba el optimismo oficial.

Los periodistas buscaban sus propias fuentes, intentaban contar lo que veían: columnas de refugiados, colas de racionamiento, calles vacías.

Barea, atrapado entre las consignas de sus superiores y la evidencia de los hechos, empezaba a comprender que censurar era, en el fondo, reescribir la verdad.

“El opio que cotidianamente la prensa repartía a manos llenas, no bastaba a enmascarar el peligro creciente.” (Eduardo Zamacois - El Asedio de Madrid.)

Redacción de un periódico canadiense en los años 30.

Engañando a la censura

El Gobierno quería que la población mantuviera la moral alta, y los partes de guerra oficiales no cuadraban con la realidad.

La censura se convirtió en una guerra de ingenio. Los corresponsales, más hábiles con los idiomas, colaban frases ambiguas o cambiaban adverbios.

El trabajo era agotador. Cada noche, decenas de periodistas esperaban turno para dictar sus crónicas al otro lado del cable.

El censor debía verificar que el texto en inglés coincidía con la traducción española aprobada. Si detectaba una palabra añadida o una frase sospechosa, podía cortar la comunicación con un pedal.

Los corresponsales lo sabían y aprendieron a burlar el sistema: escribían a mano, añadían líneas después del sello de aprobación, dictaban deprisa, usaban alguna jerga, o colaban mensajes en clave entre frases anodinas como “necesito más dinero” o “todo va bien”.

Todo valía para burlar al censor.

La propaganda era más potente que todos los ejércitos. Era, indiscutiblemente, el arma más eficaz de que disponía el Gobierno de Valencia. (Edward Knoblaugh - Corresponsal en España.)
Largo Caballero, recién nombrado Presidente del Gobierno, asiste a la rendición del Alcázar.

La huida: los fascistas a las puertas de Madrid

Conforme los rebeldes avanzaban hacia Madrid, la tensión aumentaba. Los jefes de Barea le exigían mano dura con la prensa extranjera.

Pero él empezaba a pensar que ocultar la verdad era tan perjudicial como las bombas. Aun así, desobedecer las consignas podía costarle la vida.

Izquierda: madre con su hijo en el entierro de Durruti. Derecha: misma foto utilizada en un cartel de propaganda, se han borrado los puños alzados.

La prensa informaba que los fascistas se batían en retirada, pero un buen día los estampidos sonaron diferente: no eran aviones, era la artillería.

Los rebeldes habían llegado a la Casa de Campo.

El edificio de la Telefónica se convirtió en objetivo militar. Unas calles más abajo, en la misma línea de tiro, se ubicaba el edificio de la Dirección General de Seguridad (C/ Victor Hugo, 4).

Cuando el 6 de noviembre de 1936 el Gobierno decidió escapar a Valencia, Rubio Hidalgo llamó a Barea a su despacho.

El edificio estaba en pleno desmantelamiento. “Los fascistas están en el Manzanares”, dijo. “La caída es inminente.” Le entregó dos meses de sueldo “para que pueda bandearse si las cosas se tuercen”.

Sobre la mesa, Barea vio unas fotografías: niños muertos en un bombardeo sobre Getafe.

—¿Qué piensa hacer con ellas? —preguntó.

—Quemarlas —respondió Rubio—. Y los negativos también. Ahora mismo, al que le pillen con esto le pegan un tiro.

Fotos de niños tomadas en el depósito de cadáveres de Madrid, según el testimonio de Barea habían muerto en un bombardeo sobre Getafe.

Barea pidió llevárselas. Su jefe se encogió de hombros y accedió. Aquellas imágenes —niños numerados, dispuestos como muñecos rotos— lo acompañarían toda su vida.

Los nuevos jefes de Arturo Barea

Se quedó en Madrid, sin jefes ni salario, decidido a mantener la oficina abierta mientras la ciudad resistiera.

Poco después, el general Miaja asumió el mando de la Junta de Defensa y confirmó a Barea en su puesto. Pero ya no dependía de los burócratas de Valencia: ahora sus superiores eran dos rusos, Mijaíl Koltsov, corresponsal de Pravda y agente personal de Stalin, y Vladimir Gorev, agregado militar y jefe del GRU en España.

Con ellos, la censura se profesionalizó. Ya no se trataba de borrar información, sino de moldearla. La propaganda debía convertirse en un arma más del ejército republicano.

El objetivo: movilizar a la opinión pública internacional contra la política de no intervención. “La tragedia de España”, escribiría Herbert Southworth, “atrajo hacia sí la atención del mundo entero”.

Koltsov y Gorev contrataron a traductores y especialistas en idiomas de toda Europa. Entre ellos estaba Ilse Kulcsar, una austriaca de voz suave que hablaba cinco lenguas. Barea, casado y con hijos, acabó encontrando en ella a la compañera de su vida.

Las fotografías de los niños de Getafe terminaron en manos de Jaume Miravitlles, jefe del Comisariado de Propaganda de la Generalitat. Las publicó bajo el lema: “Que el mundo civilizado juzgue.”

Según el testimonio de Barea los niños habían muerto en Getafe. Sin embargo, nadie en el pueblo los recuerda. No aparecen en el registro del cementerio municipal y nunca se les ha hecho un homenaje. 

La guerra siguió pudriéndose y, con ella, la vida de Barea. En 1938 se exilió con Ilse a Francia. El Servicio de Información Militar (S.I.M) los perseguía. Allí sobrevivieron como refugiados hasta obtener un pasaporte británico.

Nunca regresaron.

Desde el exilio escribió su trilogía autobiográfica, La forja de un rebelde, donde dejó constancia de todo: la miseria, la censura, y esa certeza amarga de quien quiso servir a la verdad desde dentro de la mentira.


BIBLIOGRAFÍA.

“La Forja de un Rebelde.” Arturo Barea Ogazón. Ed. Debolsillo. (2010)

“Corresponsal en España,” H. Edward Knoblaugh. Ed. Fermín Uriarte (1967)

“Hotel Florida, verdad, amor y muerte en la guerra civil,” Amanda Vaill. Ed. Turner (2014)

"Guerra Gráfica, fotógrafos, artistas y escritores en guerra." Michel Lefebvre-Peña. Lungwerg Editores (2013)

Colección de posters de la guerra civil de la UC San Diego.

Otra Memoria: ¿Quien fue Manuel Bastos Ansart?

El doctor Manuel Bastos Ansart era un reputado cirujano cuando estalló la guerra civil.

Se le considera un pionero de la traumatología. Hablamos de una época en que no era especialidad médica, era practicada por cirujanos generalistas.

Poco antes de estallar la guerra había publicado: “Algunos aspectos clínicos de las heridas por arma de fuego”, fruto de su experiencia tras el golpe de estado de 1934, conocido como "Revolución de Asturias".

Las Memorias de Agustín de Figueroa (El suegro de Raphael).


Agustín de Figueroa.

Corría el 24 de Junio de 1936.

Noche veraniega en Madrid, Agustín de Figueroa escuchaba de labios de su amigo Federico García Lorca la lectura de su última obra: “La casa de Bernarda Alba.” 

Lorca pensaba estrenarla en Octubre en la capital, pero hubo que esperar al estreno hasta 1945. Finalmente fue en Buenos Aires.

La vida de ambos daba un giro inesperado un mes después de aquella velada. Estallaba la guerra civil.

Las aventuras del Doctor Uriel en la guerra civil


Voy a hablaros de un libro que —pienso— deberían leer los jóvenes (y no tan jóvenes) de nuestro país.

Es un libro recomendado por Ian Gibson. El famoso hispanista jamás había oído hablar del doctor Uriel, cuando en 1987 la nuera del doctor (casualmente irlandesa) le hizo llegar sus memorias.

Gibson comenta que le llegan "de una forma u otra" muchos manuscritos de la guerra cuya lectura es a menudo "decepcionante".  Sin embargo, después de leer las memorias de Uriel, no dudó en recomendarlo, escribir su epílogo, y acudir al acto de presentación del libro en La Coruña.

Con el general Mola (José Maria Iribarren.)


El papel de Mola en la guerra civil me recuerda al de Brian Jones, el Stone perdido. Solo que Brian Jones apareció con los pulmones encharcados en la piscina de su chalet y Mola se estampó contra una montaña en un accidente de aviación.

Homenaje a Cataluña (George Orwell.)

Lo primero que pensé cuando acabé de leer Homenaje a Cataluña es que el título no es muy afortunado.

Los hechos de los que nos habla Orwell transcurren en Cataluña, concretamente en Barcelona, pero no acabo de entender por qué considera su libro un homenaje a esa región de España.