Anticlericalismo en la II República Española: la libertad de conciencia... por decreto
El nacimiento de la Segunda República y su “Estatuto Jurídico”
El mismo día de la proclamación de la II República Española, el flamante Gobierno provisional se apresuró a publicar un solemne “Estatuto Jurídico”. En su tercer artículo prometía, con tono casi celestial, “respetar de manera plena la conciencia individual mediante la libertad de creencias y cultos.”
Todo sonaba impecable: el nuevo régimen nacía entre aplausos, himnos y frases con aroma de modernidad.
Después de ser llevado a hombros por el pueblo madrileño, el comité revolucionario publicó su primer decreto de intenciones políticas. Políticamente correcto, idealista, y, cómo no, cargado de esa fe ciega en que todo puede cambiarse a golpe de papel sellado.
Pero, sin Parlamento y sin Jefe del Estado, el mismo Gobierno decidió también —“en virtud de las razones que justifican la plenitud de su poder”— suspender derechos ciudadanos. Todo muy republicano, claro. Lo disfrazaron de “régimen de fiscalización gubernativa”, expresión mágica que en castellano antiguo significa “haremos lo que nos dé la gana porque podemos”.
Y para que no quedaran dudas, amenazaron con “quienes desde fuertes posiciones seculares y prevalidos de sus medios puedan dificultar la consolidación de la República.” Traducido: el anticlericalismo ya asomaba entre las líneas. La diana estaba pintada, y no precisamente en las paredes del Palacio de Oriente.
Un Estado laico por decreto: el anticlericalismo en acción
El anticlericalismo en la II República Española se convirtió pronto en política de Estado. El “Estatuto Jurídico” sirvió como base para promulgar una avalancha de decretos laicistas, con la misma delicadeza con que se barre una sacristía.
Las nuevas normas rescindían los acuerdos históricos entre España y el Vaticano. La jerarquía eclesiástica, naturalmente, protestó. Los fieles también: querían libertad de conciencia, sí, pero no el borrado cultural de la religión católica en nombre del progreso.
A pocos habría molestado un Estado aconfesional, pero los políticos republicanos fueron más lejos: quisieron arrancar la raíz religiosa de la sociedad española y convertir el laicismo en ideología militante.
La supuesta igualdad entre difuntos solo consiguió herir sensibilidades y multiplicar el resentimiento. Como guinda, los ayuntamientos ganaron la facultad de expropiar cementerios, lo que añadió un toque de rapiña burocrática al proyecto de redención moral.
El laicismo militante: cuando la República quiso educar al alma
Nuestros abuelos, que bastante tenían con sobrevivir, no entendían esa obsesión por prohibir manifestaciones religiosas: misas de difuntos, procesiones, romerías, e incluso el tañido de las campanas. Todo dependía del humor del Gobernador Civil de turno, nombrado a dedo y dispuesto a medir la fe con decreto.
Mientras tanto, los mismos políticos que presumían de modernidad permitían divorcios de señoritos bien, tramitados por abogados con escaño y puro. Las leyes progresistas llenaban discursos, pero no cambiaban el Código Civil, que seguía tratando a las mujeres como menores tuteladas.
El anticlericalismo republicano no solo atacó la religión; atacó también el sentido común.
En lugar de resolver el paro, el hambre o la desigualdad, el Parlamento se entretenía en secularizar cementerios y prohibir fiestas patronales. La obsesión laicista acabó soliviantando a un país que, en su mayoría, solo pedía vivir en paz con sus costumbres.
El resultado fue predecible: una España dividida entre creyentes e iluminados, entre los que querían rezar y los que querían prohibir que se rezara. Un ensayo general de lo que vendría después.
El anticlericalismo en la II República Española no fue solo una política: fue una fe sustituta. Creyeron que podían cambiar las creencias del pueblo por decreto, como si bastara con firmar una orden ministerial para borrar siglos de tradición. Lo que consiguieron, en cambio, fue reavivar el fervor que decían combatir.
España, ese país siempre alérgico a los términos medios, pasó del confesionalismo a la cruzada laicista sin escala. Y así empezó a incubarse el conflicto espiritual que acabaría rompiendo al país por dentro.
Anticlericalismo en la II República Española: el artículo 26 y la guerra contra la Iglesia
Azaña y la brillante idea de decretar el fin del catolicismo
El 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña, recién ascendido al Olimpo político, pronunció en el Parlamento una frase que pasará a los anales de la vanidad:
“España ha dejado de ser católica.”
Era el triunfo del anticlericalismo en la II República Española en su versión más delirante: la pretensión de cambiar por decreto la fe de un pueblo. Si aquello no fuera tan grave, habría sido una comedia nacional.
La frase, ovacionada por sus señorías como si fuera una revelación divina, selló la separación definitiva entre el Gobierno y la realidad.
Dos días después, Azaña alcanzó la Presidencia del Gobierno, demostrando que en España la teología del poder siempre se mezcla con la política de salón.
Mientras tanto, los números eran tozudos: en el mismo periodo en que se discutía el famoso artículo 26, en los cementerios de Madrid se enterraron 7.859 cuerpos con rito católico y solo 134 civiles. En otras palabras: el pueblo seguía rezando mientras el Parlamento jugaba a redentor.
El artículo 26 de la Constitución: cómo secularizar una nación a golpe de pluma
El famoso artículo 26 de la Constitución de 1931 fue el andamiaje legal del anticlericalismo en la II República Española. Su propósito era claro: desmantelar la Iglesia Católica como institución social y económica.
En términos sencillos: se cortó el presupuesto estatal, se abrió la puerta a la expropiación de bienes eclesiásticos y se prohibió a las órdenes religiosas dedicarse a la enseñanza, la industria y el comercio.
En román paladino: se condenó a la Iglesia a vivir de la limosna y se pretendió que diera las gracias por ello.
Los mismos dirigentes que durante décadas habían delegado en la Iglesia la educación, la sanidad y la asistencia social, ahora la acusaban de monopolizar esas funciones. El laicismo republicano quiso reparar un siglo de dejadez política destruyendo al único organismo que había mantenido el andamiaje social en pie.
Lo que no podían dar en escuelas, lo ofrecieron en discursos. Lo que no podían construir con presupuesto, lo proclamaron con decretos. El resultado fue una sociedad que empezaba a desconfiar de todo: de los curas, de los maestros y, sobre todo, de los políticos que pretendían legislar sobre el alma.
El drama de Alcalá-Zamora: un creyente en el altar del poder
Pero España, fiel a su vocación de paradoja, necesitaba un toque teatral. Entre los nuevos líderes republicanos había uno de misa diaria: Niceto Alcalá-Zamora, devoto, fino, y más pendiente de su conciencia que de su coherencia.
El mismo día que se aprobó el artículo 26, Alcalá-Zamora dimitió, alegando que su fe le impedía aceptar una Constitución tan hostil a la Iglesia Católica. Noble gesto, sin duda. Pero dos meses después, ese mismo alma cristiana juró la Constitución que detestaba para convertirse en el primer Presidente de la República.
La fe mueve montañas, pero el poder mueve más.
Al final, Don Niceto sacrificó sus convicciones en el altar del cargo, mientras Azaña seguía su ascenso meteórico: de funcionario gris a presidente carismático en dos años. La República se llenaba de conversos al pragmatismo y de santos laicos con sueldo del Estado.
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Aspecto del Balcón de la Plaza de Oriente el día de la Proclamación de Alcalá-Zamora como Presidente de la República. |
La España incendiada: escuelas sin crucifijos y templos en llamas
El Parlamento, satisfecho con su gesta anticlerical, celebraba la llegada de la modernidad.
Mientras tanto, las iglesias ardían y las escuelas católicas eran pasto del fuego. Los padres, horrorizados, veían cómo los mismos políticos que predicaban la educación secular improvisaban nuevas escuelas sin crucifijos, sin maestros suficientes y sin presupuesto.
La modernidad republicana parecía consistir en sustituir el incienso por humo de incendio. Las fotos de la época muestran templos ardiendo, monjas huyendo y ministros dando conferencias sobre tolerancia.
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Colegio del Convento de las Maravillas de Cuatro Caminos destruido por las llamas el 12 de mayo de 1931. (Ahora. 13/05/1931. Pág. 11) |
Conclusión: el artículo 26, un dogma sin catecismo
El anticlericalismo en la II República Española alcanzó su punto álgido con el artículo 26: la República se quiso moderna, y acabó fanática de su propio laicismo. Creyó que la libertad consistía en prohibir lo que no entendía y humillar lo que no podía controlar.
El resultado fue una fractura espiritual que ni las reformas educativas ni los discursos de Azaña pudieron tapar. La religión, perseguida, regresó al corazón del pueblo con más fuerza. El dogmatismo cambió de bando, pero el fanatismo siguió intacto.
España, siempre fiel a su estilo, consiguió convertir la fe y la razón en una pelea de taberna.
La ley de Congregaciones y Confesiones Religiosas
La República contra los hábitos: el gran asalto legal a la Iglesia
A pesar de los incendios, los templos saqueados y los sermones sobre tolerancia, el punto álgido del anticlericalismo en la II República Española llegó en 1933, con la Ley de Congregaciones y Confesiones Religiosas. Fue el golpe definitivo del Gobierno de Manuel Azaña contra una Iglesia que, para ellos, representaba todo lo viejo, todo lo opresor y, de paso, todo lo que no podían controlar.
La ley, aprobada el 17 de mayo de 1933, desarrollaba los postulados del artículo 26 de la Constitución. Su redacción destilaba sectarismo de laboratorio: suprimía el presupuesto estatal destinado a la Iglesia, nacionalizaba templos, monasterios y seminarios, y ordenaba el cierre de los colegios religiosos. Así, de un plumazo, el Gobierno dejaba sin escuela a 400.000 niños y sin aula a miles de maestros.
Todo muy progresista, salvo por el pequeño detalle de que nadie sabía dónde meter a los niños.
Promesas de cartón: la educación laica que nunca llegó
El anticlericalismo republicano presumía de liberar la enseñanza de las garras clericales. Lo que olvidó fue que la Iglesia era, en la práctica, la única que enseñaba algo.
Azaña lo reconocía con un lamento digno de tragedia griega refiriéndose a su Ministro de Instrucción Pública:
“Otra cosa le preocupa. Cree imposible sustituir en enero toda la enseñanza primaria y teme el espectáculo de las escuelas de frailes cerradas sin que los niños tengan adónde ir.” (Diarios, 11/05/1933)
Mientras tanto, las promesas de nuevas escuelas públicas se quedaron en los discursos. No había dinero, ni maestros, ni ladrillos. Pero eso sí: sobraban decretos, discursos y fuegos ideológicos. En todo el periodo republicano solo se aprobaron unos presupuestos generales, que luego se prorrogaron en bucle, como si el país entero viviera de la retórica.
El resultado fue una educación fantasma: sin sotanas, sin crucifijos y, a menudo, sin aulas. El laicismo se proclamaba con solemnidad mientras los niños no podían estudiar.
El anticlericalismo como entretenimiento político
España atravesaba una crisis económica y social devastadora, con el paro disparado y la violencia en aumento. Pero los próceres republicanos, lejos de resolverlo, dedicaban sus energías a debatir leyes sobre cementerios laicos y confiscación de conventos.
La República, que había nacido prometiendo libertad y justicia, se entretenía redactando decretos contra campanas, hábitos y oraciones.
El pueblo, cansado de misas prohibidas y promesas incumplidas, empezó a hartarse. La persecución religiosa que pretendía modernizar España acabó rearmando el fervor católico popular. Donde el laicismo quiso borrar procesiones, crecieron más procesiones. Donde quiso callar las campanas, sonaron más alto. El Gobierno había conseguido lo imposible: convertir la indiferencia religiosa en resistencia espiritual.
Hipocresía republicana: igualdad ante la ley... salvo para los católicos
El artículo 2 de la Constitución republicana garantizaba la igualdad de todos los españoles ante la ley, pero en la práctica, los católicos eran ciudadanos de segunda.
¿No era razonable exigir que los curas tuvieran título para enseñar? Claro. Pero expulsarlos de los hospitales o de las cárceles, donde actuaban como capellanes y funcionarios públicos, era pura venganza disfrazada de justicia.
Y como en toda historia española que se precie, detrás del purismo moral se escondía el enchufismo: amigos del partido colocados en los puestos vacantes. Así el laicismo se convirtió también en negocio.
El tiro por la culata: cómo el anticlericalismo resucitó la fe
El anticlericalismo en la II República Española pretendía enterrar la religión. Logró exactamente lo contrario.
Cada decreto contra la Iglesia era una homilía involuntaria a su favor. Cada convento cerrado, una escuela de mártires. La represión devolvió al pueblo una religiosidad que había estado adormecida, y cuando Azaña quiso darse cuenta, ya era tarde.
El resultado fue un país en llamas, dividido entre los que rezaban y los que prohibían rezar. La República quiso fabricar ciudadanos nuevos, pero terminó fabricando enemigos. El laicismo se volvió dogma, y el dogma, persecución.
Y así, España siguió su curso hacia el abismo con la serenidad de quien cree estar construyendo el paraíso.
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El gobernador de Segovia multa a un párroco por "celebrar un entierro religioso sin su autorización." (La Nación - 26/02/932, pág 6) |
Del vuelco electoral de 1933 al Frente Popular
Las urnas contra los sermones: el fin del fervor republicano
El propio Manuel Azaña reconoció, con más resignación que autocrítica, que el anticlericalismo en la II República Española fue el principal responsable de su derrota electoral en 1933.
El pueblo, cansado de prohibiciones, incendios y retórica moralizante, decidió darle la vuelta a las urnas. España, siempre tan poética en sus venganzas, cambió las velas por papeletas.
Los católicos moderados, los indiferentes y hasta los antiguos republicanos coincidían por fin en algo: la República se había pasado de rosca. Mientras los ministros discutían sobre cementerios laicos, la gente contaba los parados, el hambre y los muertos. Así que llegó el castigo democrático.
La coalición de derechas y el regreso de los desengañados
Las elecciones de 1933 trajeron una coalición de derechas decidida a corregir los excesos del laicismo militante. Pero el milagro duró lo que tarda un político en cambiar de discurso.
El presidente Niceto Alcalá-Zamora, ese devoto pragmático que juraba Constituciones que detestaba, decidió entregar el poder al partido radical de Alejandro Lerroux, el mismo que había votado las leyes anticlericales.
Prometieron “suavizar” la legislación contra la Iglesia, pero lo que realmente suavizaron fue su propio discurso. Los votantes esperaban rectificaciones; recibieron componendas.
Por su parte, José María Gil-Robles, líder de la coalición conservadora, optó por una jugada tan española como suicida: apoyar a un gobierno minoritario que no compartía ni su ideario ni su decencia.
El resultado fue un cóctel de mediocridad con sabor a traición.
Gobiernos efímeros, golpes frustrados y una España al borde del colapso
En apenas dos años, el Gobierno de Lerroux y Gil-Robles protagonizó catorce crisis ministeriales, un intento de golpe de Estado, una proclamación de independencia en Cataluña y una revolución en Asturias que dejó 1.200 muertos y el casco histórico de Oviedo reducido a escombros.
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Aspecto del centro de Oviedo después de la "Revolución" de Asturias. |
Mientras los políticos jugaban al ajedrez con cadáveres, las reformas quedaban en suspenso. La legislación anticlerical permanecía técnicamente vigente, pero sin aplicarse: ni fe ni orden, solo caos administrativo y resentimiento acumulado.
La inestabilidad política impidió cualquier reforma constitucional. Y como guinda, el escándalo del Estraperlo estalló con la sutileza de una bomba en un confesionario: contratos amañados, ruletas ilegales y ministros embarrados hasta el cuello.
El régimen moralizador se ahogaba en su propio lodo.
El Frente Popular: el retorno del fuego
Tras el escándalo, Alcalá-Zamora quiso inventarse un “centro político” de su propia cosecha y terminó perdiendo la presidencia.
Las izquierdas, más disciplinadas que sus adversarios, aprendieron la lección: se reagruparon bajo la bandera del Frente Popular, aprovechando la ley electoral republicana que premiaba las coaliciones.
En las elecciones de febrero de 1936, el péndulo volvió a girar. El anticlericalismo resucitó con el entusiasmo de siempre, y España entró de nuevo en combustión ideológica.
Las primeras medidas del nuevo Gobierno derogaron cualquier intento de reconciliación: se reabrieron viejas heridas, se reanudaron los ataques a la Iglesia, y los templos volvieron a arder con la naturalidad de un ritual repetido.
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Incendio de la iglesia de los vascos en la calle Principe 31 de Madrid, los bomberos tratan de recuperar la imagen de San Ignacio de Loyola (13/03/1936) |
Las escuelas religiosas cerraban, las procesiones se prohibían y las campanas callaban, como si el país entero quisiera vivir en silencio para no escucharse a sí mismo.
El pueblo estaba dividido en dos religiones: los que querían salir en procesión y los que querían impedirlo. No había término medio. Ni lo habría.
Conclusión: del anticlericalismo al abismo
El anticlericalismo en la II República Española nació como ideal de libertad, se convirtió en herramienta de represión y acabó siendo el preludio de una guerra.
Los políticos, en vez de gobernar sin rencores, sembraron odio y resentimiento en un país que ya venía fracturado. Inventaron nuevos enemigos: republicanos contra monárquicos, creyentes contra laicos, jornaleros contra propietarios.
La República quiso redimir, y acabó dividiendo. Cuando los templos arden y los cementerios se legislan, el final nunca es luminoso.
Lo que siguió ya no fue historia constitucional, sino tragedia nacional.
Lo iremos viendo en los distintos capítulos es esta Crónica Política de la II República
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