"No hay forma más eficaz de garantizar la victoria que redactar las reglas del juego justo antes de empezar la partida."
La ley electoral de la Segunda República: cómo diseñar una democracia para ganarla tú
Introducción: cuando juzgamos con las gafas equivocadas
Cada vez que alguien se lanza a opinar sobre los resultados electorales de la Segunda República con criterios del siglo XXI, se equivoca.
El problema no es la pasión política (que nunca falta), sino la pereza analítica: analizar las elecciones de 1931 o 1933 con la ley D'Hondt en mente es como intentar escribir un WhatsApp con una máquina de escribir. Simplemente no cuadra.
Y es que la maquinaria electoral de la Segunda República no solo era distinta: era un artefacto diseñado, manipulado y parcheado con el objetivo claro de afianzar un régimen aún tambaleante.
Si quieres entender por qué las mayorías eran tan aplastantes, las coaliciones tan inverosímiles y los bandos tan inflamables, lo primero es mirar bajo el capó del sistema electoral.
El Decreto Electoral del 8 de mayo de 1931: Bienvenidos al laboratorio de la democracia
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| Titular informando la publicación del Decreto electoral (9/05/1931) |
La II República no había cumplido ni un mes cuando ya estaba metiendo mano a la ley electoral. ¿Prisas? ¿Urgencia democrática? ¿Oportunismo? Exacto: todo a la vez.
El Decreto del 8 de mayo de 1931 fue la forma que tuvo el Gobierno provisional de asegurarse de que, al menos en su debut, nadie les aguara la fiesta.
Eliminaron los antiguos distritos uninominales y se adoptaban circunscripciones provinciales, ampliando el escenario electoral. Las ciudades de más de 100.000 habitantes constituían suscripción independiente de su provincia.
Según el preámbulo, era para acabar con la "coacción caciquil" y la "la compra de votos y todas las corruptelas harto conocidas.". Traducción simultánea: para desactivar a los partidos locales de notables, que eran más resistentes que el moho en una nevera.
Y funcionó. Las provincias, a las que se asignaba un número de escaños proporcional a su población, se convirtieron en campos de batalla donde el Gobierno provisional tenía la sartén por el mango.
¿Democracia abierta? Sí, pero no tanto
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| "Los niños que en alegres grupos ofrecían a los electores candidaturas de la conjunción republicano-socialista" (Ahora 30/06/1931) |
Una de las curiosidades del sistema electoral de la República era que las listas eran abiertas. El votante podía tachar, añadir, mezclar candidatos. Hasta podía improvisar su voto añadiendo sus candidatos en un papel en blanco. ¿Libertad democrática? Por supuesto. ¿Pesadilla del recuento electoral? También.
A los historiadores les cuesta hoy saber a qué partido iba cada voto, porque el recuento era un sudoku de papeletas y candidatos.
Además, el número de nombres que uno podía marcar en la papeleta estaba limitado a un porcentaje del total de escaños. Es decir, si en una circunscripción se jugaban 10 escaños, solo se podían votar 7 candidatos. Esto aseguraba representación a la oposición. En teoría.
También eliminaron que los candidatos más votados fueran automáticamente elegidos diputados y se inventaron la segunda vuelta.
Para ser elegido diputado en primera ronda había que conseguir al menos un 20% de los votos de la circunscripción. Si quedaban escaños sin atribuir por no pasar el listón, se dirimían en la segunda vuelta.
¿y?
Pues que los escaños que se dejaban a la oposición eran solo teóricos. El partido que había ganado en la primera vuelta podía presentar nuevos candidatos en la segunda para acaparar todos los escaños, o bien, volcar sus votos en otro partido de la coalición.
Resultado: En las circunscripciones donde los "enemigos del régimen" tenían posibilidades de ganar, los partidos del Gobierno se presentaban unidos. Mientras que en las demarcaciones donde el éxito estaba asegurado, se presentaban por separado.
El reparto de escaños: una generosa lotería para el ganador
En las democracias avanzadas el reparto de escaños ya era proporcional a los votos conseguidos, pero el Gobierno optó por el "sistema de mayorías" inspirado en el implantado Mussolini para asegurarse el triunfo en los primeros tiempos del fascismo.
El sistema de mayorías daba una prima obscena al ganador. Entre el 67 y el 80% de los escaños de la circunscripción se iban al partido más votado. ¿Una victoria con el 51% de los votos? Felicidades, acabas de llevarte el 80% de los escaños. Y a la oposición, que le den la propina.
Cuantos más escaños tenía la circunscripción, más desproporcionado era el reparto.
Ejemplo exprés: En Zaragoza, se repartían 4 escaños. El que ganaba se llevaba 3. El otro, 1. ¿Justo? No. ¿Eficaz? Muchísimo.Otro ejemplo que duele: en Madrid, con sus 17 escaños, el ganador se llevaba 13. Un solo voto podía suponer una diferencia de 9 escaños.
¿Resultado? Se fabricaban las mayorías “aplastantes”. Aplastantes en el Parlamento, no necesariamente en las urnas.
Gracias a este decreto a medida, los partidos de la coalición republicano-socialista arramblaron con el 85% de los escaños en las elecciones a Cortes Constituyentes.
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| Gobierno provisional, en primera fila: Azaña, Albornoz, Alcalá-zamora, Maura, Largo Caballero, De los Rios y Lerroux |
¿Y la justicia electoral? Mejor no molestar
Otro detalle elegante: el Decreto retiró al Tribunal Supremo la capacidad de revisar actas protestadas. En su lugar, lo hacía una comisión del Congreso. Es decir, los mismos que ganaban las elecciones decidían si las habían ganado bien.
La política sustituyendo a la justicia. Otra tradición muy española.
La Ley Electoral de Azaña de 1933: la secuela que nadie pidió
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| "Las monjas esperando en la cola a que les llegase el turno para emitir su sufragio" (Ahora 21/11/1933) |
En 1933, cuando la coalición republicano-socialista ya hacía aguas por todos lados, el Gobierno de Azaña volvió a meter mano a la ley electoral.
El primer decreto tenía como disculpa las inevitables premuras e improvisaciones para afianzar el nuevo Régimen.
Sin embargo, el Gobierno que salió de las urnas, en vez de hacer una ley nueva, decidió que no había que cambiar de barco: bastaba con reforzar los remos. ¿Cómo? Retocando el Decreto de 1931 para a asegurar, más si cabe, la eterna victoria de los partidos “sostenedores del Régimen", o sea: ellos.
Demócratas si, pero tontos tampoco.
Se suprimieron un buen número circunscripciones urbanas (solo quedaban independientes las ciudades con más de 150.000 habitantes), se mantuvo el sistema de mayorías y se endurecieron los requisitos para ganar en primera vuelta: al menos uno de los candidatos debía lograr el 40% de los votos.
La oposición logró una pequeña victoria: en la segunda vuelta solo podían participar los que hubieran sacado al menos un 8% en la primera. Pequeño dique ante un tsunami de ingeniería electoral.
"Para tener una mayoría parlamentaria,(..) bastan unas decenas de millar de votos (..) en las doce o catorce grandes circunscripciones, aun cuando la mayoría de las otras supongan muchísimos más..."
– Alcalá-Zamora, Memorias, 1936
Coaliciones Frankenstein: un monstruo creado por la ley
Lo más irónico de todo esto es que, la ley que parecía diseñada para crear mayorías estables y solo sirvió para fomentar coaliciones inestables.
Como cada partido necesitaba aliados para rascar escaños, proliferaron bloques, frentes, conjunciones, alianzas y toda una sopa de siglas que hacían imposible gobernar después.
Una vez ganaban, cada uno iba a lo suyo. El transfuguismo era deporte nacional. Los partidos se multiplicaban, se escindían, mutaban, desaparecían y reaparecían como quien cambia de sombrero.
“Esta ley (..) Aplastaba a los partidos medios en beneficio de los más extremados y radicales, y sometía a la gobernación del país a una basculación violenta, sin permitir el ensayo de soluciones políticas conciliadoras”
– Diego Martínez Barrio, Memorias
Cálculo político: la profecía autocumplida que salió mal
La ley electoral de Azaña partía de un error de cálculo tan clásico como arrogante: que las izquierdas representaban al pueblo, y que ningún candidato conservador podría superar el listón del 40% necesario en primera vuelta.
Spoiler: se equivocaron. Y lo sabían. Azaña lo reconocía con tristeza elegante en sus memorias:
“Que ahora, vigente esa ley, quieran, como piden ya algunos, romper la coalición, será un suicidio.”
– Azaña, Memorias, 26/ago/1933
Efectivamente. Tal y como se temía Azaña: republicanos de izquierda y socialistas acabaron siendo víctimas de su disparatada ley electoral.
Pudo comprobarse en las elecciones de 1933.
Conclusión: una democracia de laboratorio... que explotó
Lo que empezó como un intento de construir una democracia moderna terminó pareciendo una democracia de andar por casa, con remiendos, cálculos chapuceros y un exceso de confianza en la geometría electoral.
La ley electoral de la Segunda República fue, en muchos sentidos, un espejo del propio régimen: bien intencionado, improvisado a menudo, y siempre al borde de autodestruirse por su propio diseño.
¿La moraleja? Puedes manipular la ley para ganar elecciones. Lo difícil es gobernar después con lo que te queda.





"Otra diferencia muy importante: el reparto de escaños no era proporcional al número de votos, tal y como ocurre en la actualidad"
ResponderEliminar¿Seguro? ¿Y la ley de D'hont?