Entrevista a Pablo Iglesias (1919)

Retrato del fundador del partido socialista pablo iglesias posse

Entrevista a Pablo Iglesias en 1919

Presentamos una entrevista histórica y prácticamente desconocida con Pablo Iglesias Posse, fundador del Partido Socialista Obrero Español.

Fue realizada por uno de los grandes nombres del periodismo de su tiempo: Caballero Audaz, seudónimo de un autor tan prolífico como influyente, pionero en el arte de la entrevista moderna —o interviú, como se decía entonces—. Su estilo se caracterizaba por captar no solo las ideas, sino también el contexto humano y las condiciones concretas en que se producía el diálogo.

La entrevista fue publicada en la revista Esfera en enero de 1919. Pablo Iglesias tenía entonces 69 años y se encontraba ya alejado de la primera línea política, aquejado de problemas de salud, aunque aún mantenía una intensa actividad intelectual y propagandística.

Seguía escribiendo en El Socialista, el periódico que había fundado en 1886, y conservaba su papel como referente moral e ideológico del socialismo español.

En 1870, cuando Iglesias comenzó su andadura política, ser socialista en España era poco menos que una herejía. Se trataba de un movimiento marginal, acosado y semiclandestino.

En ese contexto, Pablo Iglesias fundó la sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores, más conocida como la Primera Internacional. El país estaba entonces anclado en un atraso estructural y social severo, y el socialismo nacía como una forma de apostolado secular en defensa de una clase obrera sin derechos.

El PSOE —el segundo partido socialista más antiguo del mundo, después del alemán— se fue consolidando gracias a una estrategia marcada por la moderación y la negociación. El pablismo convirtió tanto al partido como a la UGT en instrumentos eficaces para la mejora de las condiciones laborales, alejados de la violencia revolucionaria, centrados en la reforma desde dentro.

Al momento de esta entrevista, Iglesias era ya considerado un referente moral por amplios sectores de la sociedad, más allá de su militancia. A su muerte, en diciembre de 1925, incluso la dictadura de Miguel Primo de Rivera elogió su figura, destacando su esfuerzo por mantener al movimiento obrero lejos del anarquismo y del comunismo.

La figura de Pablo Iglesias es ensalzada por la dictadura de Primo de Rivera
El Gobierno de Miguel Primo de Rivera elogia la figura de Pablo Iglesias (Heraldo de Madrid. 10/12/1925)

Bajo su influencia, el socialismo español participó en acuerdos con la dictadura para legislar en materia social y laboral.

La herencia de Pablo Iglesias Posse fue una organización fuerte, cohesionada y con una identidad clara, aunque su ausencia marcaría un antes y un después.

Su entierro civil en Madrid reunió a unas 150.000 personas, en una muestra del enorme respeto que se le profesaba incluso fuera del entorno socialista.

Imagen del sepelio de Pablo Iglesias Posse
Multitudinario entierro de Pablo Iglesias en Madrid

A continuación, reproducimos íntegra la entrevista. Un testimonio valioso, no solo por su contenido, sino por el contexto histórico en que fue recogido.

Una de las últimas conversaciones públicas de Pablo Iglesias Posse, de la mano de uno de los periodistas más relevantes de su época.


Entrevista a Pablo Iglesias Posse.

"Por mucho que me esfuerce, no conseguiré daros una impresión justa, exacta, del despachito pequeño, desordenado y modesto, en donde, durante unos instantes, esperamos al viejo jefe del partido socialista.

Es la habitación de un estudiante aplicado que gusta rodearse de viejos libros de lance. Toda la pared frontal está repleta de volúmenes, y también los hay sobre la mesa y en montones alrededor del sillón... 

La habitación del fondo es la alcoba, y en la obscuridad, blanquea la alba colcha de crochet que cubre el lecho. La luz se recibe por un balcón que cae sobre la calle de Ferraz, y desde el cual se contempla el recreo de Magic-Park (1), desolado en los días de hielo, y más allá, un pedazo del paseo de Rosales, también triste y solitario, porque la tarde muere envuelta en el sudario gris de la niebla.

Al lado del balcón, una vieja butacona de mimbre, blandamente preparada con su almohadón forrado de seda, nos habla de los muchos ratos que pasará el abuelo refugiado en sus brazos, rememorando los días de fervientes luchas o entregado a la lectura de sus libros amigos.

A mí, esta modestia, casi esta pobreza con que vive el jefe de los socialistas españoles, me produce una tierna emoción. Aparte de sus sentimientos políticos, que no compartirá el que no quiera, todos tenemos que estar de acuerdo en que la figura recia, austera, redentora y romántica de Pablo Iglesias es sublime. 

Una condescendencia suya, una blandura, hubiese cambiado su pobre vivienda fría en confortable hogar. Una claudicación momentánea le hubiera colmado de honores y riquezas, y, sin embargo, nada le hizo vacilar; envejeció sin apartarse un instante del camino emprendido, sin separarse de sus ideales, sin renunciar a su pobreza.

Seguramente ahora, sentado en esta butaca, recibiendo el calor de un brasero, al enterarse de las continuas y vergonzosas claudicaciones de esos hombres que se llaman políticos —no aludo a Cambó ni a Melquíades— , hará un gesto de asco y se sentirá muy superior al medio moral que le rodea. (2)

Fueron unos segundos de espera; en seguida apareció la figura apostólica, venerable y sugestiva de Pablo Iglesias.

Ya no es el Pablo Iglesias de otros tiempos: aquel que ante la injusticia se erguía amenazador, enseñaba los dientes, apretaba los puños, fascinaba con sus ojos de acero y rugía como un león. La edad y las dolencias han puesto grilletes a su espíritu y a sus entusiasmos. Solamente sus ojos claros continúan jóvenes y brillan intensamente al rememorar el pasado.

Viste con pulcritud: una camisa de dormir, un traje claro y un pañuelo de seda cruzado al cuello; su cabeza está enhiesta, con gorra. Lentamente me saluda y me invita a tomar asiento ante su mesa de trabajo; después él se deja caer sobre la butacona de mimbre.

— Estoy muy enfermo — me dice con lentitud y amargura.

— Pues por las apariencias, nadie lo adivinaría.

— Sí, sí; en estos días he mejorado algo; pero, sin embargo, no consigo que mi mal rompa el cerco con que me oprime.

— Pero ¿qué tiene usted?

— No lo sé; vejez, agotamiento, debilidad; me ahogo en cuanto hago el menor esfuerzo.

— Entonces ¿no va usted a la Casa del Pueblo?

— No puedo; si no salgo de casa nada más que para dar un paseíto por Rosales, cuando el día se presta a ello.

— Y por el Congreso, ¿cuánto tiempo hace que no va usted?

— Mucho. Cuando se discutían los hechos de Agosto estuve un día y me ahogaba. (3) Volví a casa malo y me costó unos cuantos días de cama. No puedo, no puedo.

Y el recio caudillo socialista decía estas palabras transido de amargura.

— Pues yo deseaba celebrar con usted una interviú para la Esfera.

—Me agrada por charlar un rato con usted; pero me contraría por tener que hablar de mí.

Hice un gesto para desvanecer sus últimas palabras; pero él, sinceramente, las afirmó.

— Se lo digo a usted de verdad; a mí me molesta extraordinariamente hablar de mi vida y de mí. Creo, y me parece que no estoy equivocado, que a nadie importa nada el hombre, sino su obra.

— No estoy conforme, don Pablo; el hombre interesa si su obra es interesante.

— Yo solo no tengo ninguna obra. Lo digo de verdad. Mi partido es el esfuerzo de muchas voluntades. Todos contribuímos por igual.

Hablaba lentamente, con cansancio.

— ¡Este picaro ahogo! — lamentó.

— ¿Le molesta a usted hablar?

— Un poco; pero no se apure usted; llegaremos hasta donde se pueda... Estoy condenado al silencio y la quietud.

— ¿Quiere usted que hablemos de sus principios?

— Con mucho gusto. Esos son sencillos.

— De pequeño, ¿se crió usted con holgura?

— ¡Quiá, no! Con hambre, con mucha hambre. Mi padre era proletario en Ferrol.

 —¿Allí nació usted? 

—Sí, allí; allí vivimos penosamente con el jornal de mi padre. Pero un día murió, y mi pobre madre se encontró en la calle agobiada por el dolor, desamparada y con dos hijos, el mayor yo, de nueve o diez años.

Hizo una pausa para respirar largamente, y después le preguntó: 

—¿Usted vio alguna vez sufrir a su madre ? 

—Sí—murmuró entristecido. —¿Verdad que es el dolor más grande del espíritu? 

—En efecto—asentí. 

—Y yo, con mis diez años, ¿cómo iba a remediar sus males? Recordó entonces mi madre que aquí, en Madrid, en casa de Altamira, estaba colocado un tío suyo; pero como la pobre no había tenido la precaución de cultivar este parentesco, llegamos a Madrid en su busca y nos encontramos con que el allegado había muerto.

Y en este Madrid, tan grande y tan bullicioso para los que llegan de provincias, nos encontramos los tres, desolados, sin un pedazo de pan que llevarnos a la boca y sin una casa en donde refugiarnos. 

—¿Y qué tuvieron ustedes que hacer? 

—Los hijos ingresamos en el Hospicio, y la madre tuvo que ponerse a servir.

—¿Guarda usted buen recuerdo del Hospicio?

—Regular. Allí aprendí el oficio de tipógrafo y allí me pegaron injustamente por ser bueno.

—¿Cómo por ser bueno?

—Verá usted. Yo era aplicado, sumiso, puntual y trabajador. Era lo que se llama un chico bueno; en mi oficio se podía salir a la calle; pero yo no usaba este privilegio más que cuando era preciso. Llegó la Nochebuena; tenía hambre de ver a mi madre, y en una de mis salidas corrí en su busca; no supe separarme de ella en toda la noche.

A la mañana siguiente, cuando volví al Hospicio, el regente, que era un hombre de corazón muy duro, me cuadró delante de él y me dijo: "Oye, granujilla, ¿en dónde has pasado la noche?" "Con mi madre—le dije—, perdóneme usted; tenía muchas ganas de verla y me daba pena dejarla sola en una noche tan señalada."

Y aquel hombre, que, repito, tenía corazón de tigre, me pegó despiadadamente. No soy rencoroso y todavía siento rabia al pensar en ello; siento el ultraje de las bofetadas como si me las estuvieran dando ahora mismo.

Y el viejo león se agitaba nervioso por el recuerdo y angustiado por la disnea.

—¿No le han vuelto a usted a pegar?

—Me prometí entonces no dejar a ningún hombre que me pusiera la mano encima, y... hasta ahora no se ha repetido el caso, y... ya es demasiado tarde. Bueno, pues sin ningún requisito, sin despedirme de nadie, abandoné aquel mismo día el Hospicio y empecé a rodar por las imprentas.

—¿Y le iba a usted bien?

—En unas bien y en otras mal. Mi afán en el oficio era ganar un poquito y, sobre todo, aprenderlo bien. Yo me tropecé con un impresor, Julián Peña, que me estrujó todo lo que pudo.

—¿Y le guarda usted rencor?

—No; si yo no sé odiar; se me olvidan enseguida las ofensas. La prueba es que siendo ya jefe del partido tuve la vida de este hombre en mis manos y lo salvé.

—¿Ganaba usted mucho en el oficio?

—Sí, señor, porque era algo largo—que se dice—, y cuando logré libertarme de Peña trabajaba a destajo, aquí en casa de Rivadeneyra y en La Iberia.

—¿Y cuánto ganaba usted?—insistí.

—Me sacaba un jornal decoroso para aquellos tiempos: alrededor de los treinta reales; pero hacía un gran esfuerzo para conseguirlo.

—¿Y cuáles eran sus vicios y aficiones de entonces?

—Ninguno; yo no he entrado todavía en una taberna a beber ni a jugar; lo único que me gustaba con locura era el teatro; tanto es, que tuve pensamientos de hacerme cómico. Iba siempre que podía, y era en lo único que gastaba algún cuarto.

—Y su hermano, ¿continuó en el Hospicio?

—No, señor; antes del año de mi fuga le saqué yo.

—Ahora hablemos de sus primeros pasos en el socialismo.

—Esos fueron bien seguros y públicos. El año 69, cuando se formó la Internacional, ingresé en ella y formé con todos los compañeros el partido. De entonces acá, ¡cuántas luchas, cuántas inquietudes, cuántos peligros, cuántos sufrimientos he soportado! Muchos; no me explico cómo vivo; pero lo doy todo por bien empleado al ver el vigor de nuestro partido.

—¿Habrá usted pasado muchas vicisitudes?

—Figúrese usted. Todas las cosas miserables las he conocido y he vivido; estuve en el Hospicio, en el hospital y en la cárcel. Tengo sesenta años; a los quince empecé a luchar, y no lo he dejado hasta la fecha. Yo he sufrido y he trabajado intensamente. Ahí, amigo Audaz en donde está usted, me he sentado infinitas noches a escribir, y cuando he querido recordar me acompañaba la luz del día. ¡Así estoy!

Fué un suspiro justificado por el ahogo, que cada vez se acentuaba más.

—Y en su vida íntima, ¿ha sido usted feliz?

—Perfectamente feliz.

—¿Es usted casado?

—¡Oh, no!—rechazó—. Tengo una compañera desde hace muchos años, y nos queremos mucho y bien. (4)

—¿Cuál es la aspiración suprema que tiene usted?

—Para mí particularmente, nada. Yo, viejo y enfermo, ¿qué voy a desear? Que los ideales de mi partido avancen, que prosperen nuestras iniciativas y que consigamos hacer una Humanidad mejor.

—¿Cuál ha sido el día más feliz de su vida?

Meditó, y, moviendo la cabeza, exclamó:

—¡ Oh ! Son muchos los días, y eso es difícil. Recuerdo que en el Congreso los demás diputados han solido decirme: "Pero ¿qué vida es la de usted? ¿Qué goces disfruta?"  Yo me he sonreído; porque aquí en donde me ve usted, yo soy uno de los hombres que ha tenido más momentos dichosos en la vida.

¿Le parece a usted poca felicidad sentir el entrañable cariño que me profesan los compañeros? Pues qué, ¿he gozado yo poco cuando he salido de propaganda por provincias y hasta en los sitios desconocidos me encontré siempre con hermanos? ¿Qué saben de estas cosas los que creen que la felicidad se halla en alimentar un vicio repugnante?

Es preciso experimentar estas sensaciones para apreciar en toda su intensidad el placer indescriptible que proporcionan.

—¿Y sufrir?

—Sufrir, he sufrido mucho; ya se lo he dicho.

— ¿Cuántas veces estuvo usted en la cárcel?

Sonrió.

—Nueve o diez, ¡qué sé yo! Aquí estuve en el Saladero dos o tres veces. ¡Cárceles horribles! ¡La cárcel de Málaga es espantosa! Con decirle a usted que en diciembre le levantan a uno en vilo las chinches, ya está dicho todo. Yo pasé en esta maldita cárcel dos Nochebuenas, y no podré olvidarlo nunca. (5)

—Y en peligro de muerte, ¿ha estado usted alguna vez?

—No creo haberlo corrido; en 1909 trataron de asustarme diciéndome que me iban a fusilar. Claro que no lo consiguieron; era inocente querer asustar con la muerte a un hombre como yo, que hubiese dado la vida con gusto por el triunfo de sus ideales.  (6)

Al decir esto, le dio un golpe de tos. Su rostro se puso violáceo. No podía respirar. Acudimos, solícitos, en su auxilio. El venerado abuelo se ahogaba..., se ahogaba... Al fin, pasó la tos y quedó el maldito ataque de asma. No podía hablar. Trabajosamente, haciendo un gran esfuerzo, balbució, deplorándolo:

—¡Ya ve usted!... ¡No puedo!... ¡No puedo!... ¡Me ahogo! Otro día…

—Sí, don Pablo; no se moleste usted; otro día, cuando ya se sienta usted fuerte, continuaremos y me hablará usted de política general y me contará usted cosas muy interesantes de su vida. ¡Ahora, no quiero molestarle más; a cuidarse mucho y a ponerse bien!

—¡ Sí, sí ! —murmuró angustiosa y amargamente el viejo caudillo de los ojos de tigre, dientes de león y barbas de santo— . Me parece muy difícil ponerme bien y seguir viviendo..."

Pablo Iglesias posa en su despacho para el fotógrafo de la Esfera.
Pablo Iglesias posa en su despacho para el fotógrafo de la Esfera. 

Más entrevistas del Caballero Audaz a líderes socialistas.


*   *  *

[1] El Magic-Park era un parque de atraciones ubicado en los terrenos del antiguo lavadero de Argüelles (actualmente Paseo del Pintor Rosales). Inaugurado en 1913, sólo abría en verano.   (volver)

[2] Se trata de una ironía del periodista. Cambó y Melquíades Álvarez asistieron a la Asamblea de Parlamentarios donde, junto con Lerroux y Pablo Iglesias, se comprometieron a no apoyar más a la Monarquía si no era para convocar Cortes Constituyentes. Sin embargo, ambos claudicaron: primero Cambó, prestándose a ser nombrado Ministro de Fomento. Posteriormente Melquíades Álvarez, fue nombrado Presidente del Parlamento.   (volver)

[3] Se refiere a la huelga general revolucionaria de Agosto de 1917. Fue la primera huelga general que se convocó en España por motivos políticos. Su objetivo era derrocar la monarquía siguiendo el ejemplo de la revolución bolchevique ocurrida ese mismo año.

La intentona de 1917 acabó en fracaso, con un saldo de 70 muertos. Los dirigentes de la UGT fueron condenados a cadena perpetua por rebelión. Sin embargo, Alfonso XIII permitió que se presentaran a las elecciones del año siguiente, salieron elegidos diputados y fueron amnistiados.

La estrategia tradicional del PSOE era la negociación. Cada vez que los socialistas participaron en un movimiento insurreccional, como los de 1917, 1930, y 1934, se saldaron en fracaso.   (volver)

[4] Desde 1895, su pareja era Amparo Meliá. Pocedía de la agrupación socalista valenciana. Se trasladó a Madrid tras fracasar su matrimonio. Desde entonces, trabajó a la sombra del político haciendo labores de administradora, secretaria, asistente personal y enfermera. Tras la muerte de su pimer marido, Amparo Meliá se casó por lo civil con Pablo Iglesias en noviembre de 1921.   (volver)

[5]  Pasó por la tétrica Cárcel del Saladero tras la huelga de los tipógrafos madrileños de 1882. Inaugurada en 1831, debía su nombre al uso original del edificio como matadero y saladero de tocinos. 

Ubicada en la actual plaza de Santa Bárbara. Permaneció abierta hasta que fue sustituída en 1884 por la también desaparecida cárcel Modelo, sobre cuyos escombros se asienta el actual Ministerio del Aire.

Fue encarcelado en Málaga en 1894, durante la huelga de La Industrial Malagueña. Una fábrica de hilados y tejidos de algodón que daba trabajo principalmente a mujeres.   (volver)

[6] Entre julio-agosto de 1909 estuvo preso en la cárcel Modelo de Madrid por firmar un manifiesto convocando a la huelga general, en contra del embarque de soldados a los territorios españoles en Marruecos. Fue el inicio de la revuelta conocida como Semana Trágica.   (volver)

Comentarios

Entradas populares de este blog

Largo Caballero y el golpe de Estado de 1934.

Buscando a el "Caballero Audaz": el azote de la Segunda República.

Gil-Robles, la CEDA y el teatro político de la Segunda República

El asesinato del Teniente Castillo: el crimen que anunció la guerra