La niebla | Relato basado en hechos reales (Madrid, 1936–1937)
La visibilidad en la niebla es mucho más corta que en la oscuridad de la noche; sin embargo, en las distancias cortas resulta más nítida. Los objetos aparecen de pronto, demasiado cerca, obligando a reaccionar sin pensar. La niebla no oculta: decide por ti.
La niebla es traicionera.
Noviembre de 1936. Madrid
El portero me vio salir. Yo bajaba sigiloso por la escalera, procurando no hacer ruido, pero aun así se asomó al rellano acompañado de su hijo mayor, el anarquista. El saludo fue exageradamente cordial.
—Cuánto tiempo sin verle.
No podía volver al piso. Sería peligroso para ella. Aquella había sido nuestra última noche, aunque ninguno se atrevió a decirlo.
Le pedí prestados veinte duros. Me dio quinientas pesetas.
—Es mucho, Fina.
—Tú nunca me has chuleado —dijo, sonriendo con una nostalgia que dolía más que cualquier reproche.
Si no salía pronto de Madrid acabaría en una checa. Los dos lo sabíamos.
Al Tigre también le llamaban Lucio. Tenía dotes de organizador y una habilidad especial para salir bien parado de situaciones comprometidas. No destacaba por su valor personal, pero sabía mandar y, sobre todo, sabía colocarse.
Acababan de ascenderlo a capitán y ahora era jefe de sector en nuestra columna.
Había llegado a Madrid en cuanto comenzaron los combates serios. Traía consigo un pequeño grupo de mineros de Mieres. Eran hombres curtidos, expertos dinamiteros, acostumbrados a manejar explosivos bajo tierra. Para ellos, la dinamita no era un arma excepcional: era una herramienta cotidiana.
Se jactaban de haber volado edificios durante la insurrección del 34 en Asturias. Sabían exactamente dónde colocar una carga para que hiciera el mayor daño posible.
Lucio hablaba con soltura. Usaba consignas, frases rotundas, palabras que sonaban a cultura sin necesidad de serlo. En una ciudad desbordada por la violencia y el miedo, aquello bastaba para hacer carrera.
Cuando las tropas nacionales intentaron abrirse paso por el Puente de Toledo, uno de los accesos clave a la ciudad desde el sur, el Tigre ordenó a sus mineros ocupar los portales de las calles próximas. El puente era estrecho, flanqueado por edificios, y obligaba a los vehículos a avanzar en fila.
Los hombres aguardaban con cartuchos al cinto y cigarrillos encendidos para prender las mechas. Cuando el primer tanque avanzó sobre el puente, lograron deslizar una carga bajo sus cadenas. La explosión reventó los bajos del carro y se paró bloqueando el paso.
Los vehículos que venían detrás tuvieron que frenar en seco. No podían disparar sin abatirse entre ellos. Durante unos instantes, el avance quedó paralizado.
Los milicianos, sorprendidos por la potencia del ataque, comenzaron a retirarse. Entonces Lucio gritó. Señaló el tanque inmovilizado, la confusión enemiga, y los obligó a volver.
Mientras los mineros seguían inutilizando carros, los milicianos regresaron para el asalto a la bayoneta. Cuando los dinamiteros vieron que el combate se acercaba cuerpo a cuerpo, cambiaron de objetivo y lanzaron las cargas contra los portales donde se refugiaban los legionarios que seguían al blindaje.
Aquella acción convirtió a Lucio en héroe del “no pasarán”. Sin embargo, hubo un detalle que casi nadie señaló: él no cruzó el puente. Se quedó en retaguardia. Mandaba a los hombres a la muerte, pero era prudente cuando el riesgo era propio.
Días después, Madrid amaneció cubierto por una manta de niebla espesa. El Tigre decidió aprovecharla para una nueva operación.
El punto de partida fueron las cocheras de la Bombilla, un complejo tranviario al oeste de la ciudad, utilizado como punto de concentración de tropas. Desde allí partían los tranvías, cuyo estruendo metálico quedaba amortiguado por la niebla, alejándolos del alcance de los morteros enemigos.
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| Cocheras de la E.M.T. en el parque de la Bombilla |
Nuestra misión era volar una casa de labor en la Casa de Campo. Una construcción antigua de piedra, aislada, situada en zona de nadie. Si caía intacta, podía servir como parapeto o punto de observación al enemigo.
Lucio dio la arenga entre el chirriar de los tranvías al ponerse en marcha.
— Que no sirva de refugio a los facciosos. Hemos tumbado sus tanques. Ahora debemos impedir que se fortifiquen. Cuando dimos la mano al general Miaja, se la dimos a nuestro destino.
Mi compañía debía cubrir a los dinamiteros durante la colocación de las cargas.
—No pasarán, aunque tengamos que desdoblar el Manzanares con nuestra sangre.
Salimos hacia la carretera de Castilla. A los lados, grupos de milicianos apostados en los merenderos disparaban a ciegas contra la niebla.
—Salud, compañeros.
—Salud…
Llegaban tiros franquistas desde la Casa de Campo. Algunos proyectiles cruzaban la carretera limpiamente; otros chocaban con las ramas y se rompían con un chasquido seco.
—Aquí no estamos seguros.
Abandonamos la carretera y seguimos una senda junto al río. Tras pasar la Pradera del Corregidor llegamos a la Fuente la Teja, cerca del Puente de los Franceses, y nos ocultamos entre matorrales.
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| Aspecto del Manzanares frente a la desaparecida Pradera del Corregidor. (Hemeroteca de A.B.C.) |
El guía era un tranviario de la zona. El tipo vivía en la Colonia de casas para ferroviarios. Quería que, al regresar, le ayudáramos a recoger unos colchones de su casa desalojada. Se había mudado a la casa de su suegra en Lavapiés. Dormían hacinados y no tenían dónde echarse.
Vadeamos el Manzanares. El agua nos llegó a las rodillas. En la otra orilla, la visibilidad desaparecía a pocos metros.
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| Aspecto actual del puente de los franceses |
En una pradera abierta, Lucio pidió un voluntario para medir la distancia real que permitía la niebla. Era mi oportunidad.
— Yo mismo, compañero.
— Bien, sal y aléjate poco a poco.
Salté de entre los matorrales y me alejé unos pasos.
— ¿Me veis?
— Si,— susurró— (no grites).
Continué alejándome...
— Chsss. Ya no se te ve.
Entonces corrí.
Las posiciones nacionales estaban mucho más cerca de lo previsto. Una bala pasó silbando, luego otra. Se desató una descarga de fusilería y ametralladora. Disparaban contra la niebla, como quien palos a una estera.
Entonces no me lo pensé dos veces y eché a correr hacia los nacionales.
Pero calculé mal... estaban más cerca de lo que pensábamos; el caso es que sin mediar un “quién va,” una bala silbó por encima de mi cabeza, seguida de otra, y otra, se montó una jarana de fusilería y ametralladora de muy señor mío.
Zumbaban balas desde los dos lados. Disparaban contra el manto de niebla, como quien da palos a una estera.
Me aplasté contra el suelo y grité que quería pasarme.
— Tu estar por rojos— escuché a un moro.
— Llama al oficial, soy de los vuestros— imploré a voces.
— Tú estar por rojos— el muy cabrón se reía… y seguía disparando.
La situación era peliaguda. El sol de Noviembre se elevaba en el cielo madrileño y amenazaba con disolver la niebla, y volverme atrás ya no era viable.
Insistí al moro para que llamara a su oficial. Finalmente escuché aliviado una voz cristiana:
— ¿Traes armamento?
— Un chopo y cargadores.
— Avanza con los brazos en alto y el fusil en bandolera.
Avancé despacio hasta que la niebla me permitió ver sus caras detrás de un parapeto. Mandó al moro a recogerme.
— Tranqui paisa — Susurraba entre dientes mientras me quitaba el mauser. Después de un breve cacheo, me ordenó que avanzara por delante.
Me condujo ante la presencia de un teniente de la Mehal-la con la cara de quien lleva varias noches sin dormir. Me cuadré.
— ¡ A sus órdenes mi teniente.! Se presenta R.O. para ponerse a las órdenes de Franco. ¡Arriba España!
— Arriba siempre. Haz lo que te diga Ahmed y procura no darnos la lata.
Y al moro:
— Llévatelo al puesto de información a que lo interroguen... y en cuanto lo entregues te vuelves, que hoy vamos a tener hule.
Junio de 1937. Monte Gaztelumendi
R.O. ya debería ser ya alférez de complemento. Cumple los requisitos. Pero su expediente se retrasa.
Procede de la zona roja. Eso pesa más que cualquier informe.
Participó en la sublevación del Cuartel de la Montaña. Escapó disfrazándose de ranchero. Pasó meses fingiendo ser otro hasta que un día de niebla cruzó la línea. Jura que nunca disparó contra los nuestros.
En el ejército hay mucho papeleo. Cuando hay sospechas, el papeleo se convierte en trinchera.
Así que sigue aquí. Dando barrigazos en mi compañía.
La niebla ya no está en el río.
Ahora está en los despachos.
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