Ahora me ves, ahora ya no me ves: la niebla es traicionera.


#DESERTORES - Cambiar de bando. (5)

La visibilidad en la niebla es mucho más corta que en la oscuridad de la noche, sin embargo a corta distancia es mucho más nítida.

La niebla es traicionera.

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Noviembre de 1936. Madrid.

El portero me ha visto entrar. Subía sigiloso por la escalera y se asomó al rellano acompañado de su hijo mayor, el anarquista. No me ha gustado su tono:

—  ¡Cuanto tiempo sin verle!

No puedo volver al piso, sería peligroso para ella. Esta ha sido nuestra última noche.

Le he pedido prestados veinte duros, me ha dado quinientas pesetas.

—  Es mucho, Fina.

—  Tu nunca me has chuleado…—sonrió, nostálgica.

Si no salgo pronto de Madrid acabaré en una checa.

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Conocido como el Tigre [también le llaman Lucio], posee ciertas dotes de organizador y se ha mostrado un genio saliendo de situaciones apuradas.
Acaban de ascenderlo a capitán, ahora es jefe de sector en nuestra columna.

El Tigre llegó a Madrid nada más abrirse la veda. Encabezaba un grupillo de mineros de Mieres, es un tipo resuelto y se está forjando una carrera meteórica en estos tiempos revueltos.

Posee tanto desparpajo como falta de escrúpulos, además tiene facilidad para emplear latiguillos y frases sonoras que le dan cierto barniz de cultura. El fulano reúne condiciones ideales para medrar en estos tiempos que se viven en Madrid.

Sus mineros son expertos dinamiteros, el explosivo es su herramienta de trabajo y la utilizan con eficacia.

Se pavoneaban de haber barrenado la Universidad de Oviedo en el 34, saben lo que se traen entre manos.

Cuando ya entraban los legionarios por el puente de Toledo, el Tigre mandó a sus paisanos plantarse en los portales de la calle vacía; llevaban el cinto cargado de cartuchos y el cigarrillo en los labios para irlos prendiendo.

Consiguieron lanzar una carga de dinamita bajo el tanque que abría camino a la columna. El carro quedó parado con las tripas rotas y los que venían detrás tuvieron que frenar atropelladamente, no podían disparar sin darse entre ellos.

Los milicianos habían iniciado la huida, pero el Lucio les hizo ver el cambio de situación y la arenga consiguió que dieran la vuelta.

Los guajes seguían reventando tanques, pero cuando vieron que los milicianos volvían para ganarlos a la bayoneta, cambiaron de objetivo y empezaron a tirar sus cargas contra los portales donde se parapetaban los legionarios que venían detrás de los tanques.

Aquella gesta convirtió a Lucio en héroe del "no pasarán", pero lo cierto es que él se había quedado a este lado del puente. No llegó a cruzar el Manzanares. El Tigre no dudaba en mandar a sus hombres a la muerte, pero se mostraba cauto cuando había riesgo para su persona.

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Y unos días después, aprovechando que Madrid despertó bajo una manta de niebla, puso en marcha una nueva operación que habría de aumentar su prestigio.

Cerca del Puente de los Franceses.

Nuestra misión era volar una casa de labor de la Casa de Campo, era una antigua construcción de piedra ubicada en zona de nadie.

El Tigre nos dio una última arenga en las cocheras de la Bombilla

— ¡Compañeros! ¡Que no sirva de parapeto a los facciosos. ¡Hemos tumbado sus tanques. Hora debemos impedir que se fortifiquen. ¡Cuando dimos nuestra mano al general Miaja, se la dimos a nuestro destino!

Mi compañía debía cubrir a sus dinamiteros durante la colocación de las cargas.

El capitán se hacía oír en medio del estruendo de hierro que hacían los tranvías al ponerse en marcha. Aprovechando la niebla, se los llevaban lejos del alcance de los morteros.

— ¡No pasarán, aunque tengamos que desdoblar el Manzanares con nuestra sangre!

Cuando acabó la charla, salimos de allí y empezamos a caminar por la carretera de Castilla.

Nos cruzábamos con partidas de milicianos apostados en los merenderos que hay a pie de la carretera. Algunos disparaban al tún tún, contra la tiniebla.

—  Salud, compañeros.

—  Salud...

También venían tiros del lado de la Casa de Campo. Algunos proyectiles enemigos cruzaban la carretera sin rozar los árboles de la cuneta, pero otros daban en las ramas y se quebraban con un chasquido seco.

— Aquí no estamos seguros.

Aceleramos el paso y salimos de la carretera por una senda a la orilla del río. Pasada la Pradera del Corregidor, llegamos a la altura de la Fuente la Teja —cerca del puente de los Franceses— y nos escondimos tras unos matorrales.

El que hacía de guía era un tranviario vecino de la zona. Quería que le ayudásemos a recoger unos colchones a la vuelta. Ibamos a pasar cerca de su casa en la colonia para funcionarios que había al otro lado del río.Habían tenido que desalojar precipitadamente el hotelito y correr a refugiarse con su mujer y sus hijos en el piso de su madre, en el Avapiés, donde tenía que convivir con su hermana y su cuñado. Andaban faltos de colchones.

—  Ahí, en esa dirección tenemos el caserón, como si lo viese.

—  ¿No te equivocarás? — Preguntó el Tigre.

—  Ni un metro. Está en el camino de Garabitas, me lo se de memoria.

Vadeamos resueltos el Manzanares. El río no bajaba crecido y el caudal se dividía entre islotes de arena. El agua nos llegaba a las rodillas.

Cuando ganamos la otra orilla hicimos un alto para reagruparnos. Estábamos en zona de nadie y el miedo a caer en una emboscada aconsejaba cautela.

Seguimos un buen trecho por un caminejo bordeado de maleza hasta que llegamos a un terreno abierto. Nos reagrupamos de nuevo a cubierto de unos árboles del lindero. El tranviario aseguraba que al fondo de la pradera estaba el antiguo caserón que había sido vivienda de labriegos de la Casa Real.

La niebla hacía de venda para los ojos, imposible distinguir nada a unos pocos metros, pero cruzar la pradera era muy expuesto y el Tigre quiso asegurarse.

—  Camaradas, necesito un voluntario...—  Susurró.

Quería que uno salieramos de la arboleda y se alejara poco a poco, para medir el campo exacto de visibilidad que permitía la niebla. Era mi oportunidad.

—  Yo mismo, compañero.

—  Bien, sal y aléjate poco a poco.

Salté de entre los matorrales y me alejé unos pasos.

—  ¿Me veis?

—  Si,— susurró— no grites.

Continué alejándome...

—  Chsss, para. Ya no se te ve.

Entonces no me lo pensé dos veces y eché a correr en dirección al campo enemigo.

—  ¿Todo bien compañero?— Susurraba el Tigre a mis espaldas...

Corría encorvado, intentando no hacer ruido, quedaba un buen trecho hasta las posiciones nacionalistas.

Pero calculé mal... estaban más cerca de lo que pensábamos; el caso es que sin mediar un “quién va,” una bala silbó por encima de mi cabeza, seguida de otra, y otra, se montó una jarana de fusilería y ametralladora de muy señor mío.

A mi alrededor zumbaban balas desde los dos lados. Disparaban contra el manto de niebla, como quien da palos a una estera, afortunadamente era imposible apuntarme.

Me aplasté contra el suelo y grité que quería pasarme.

— Tu estar por rojos— escuché, mientras seguían disparando.

—  Llama al oficial, soy de los vuestros— imploré a voces.

—  Tú estar por rojo— el muy cabrón se reía… y seguía disparando.

La situación era peliaguda, el moro no paraba de hacer fuego y volver con mis antiguos camaradas había dejado de ser una opción viable.

El fuego cesaba a mi espalda. Al ver fracasado su plan, el Tigre habría ordenado retirada, pero tampoco estaba seguro, nunca se sabe...

Me convenía que se resolviera la situación antes de que se levantara la niebla. El sol de Noviembre iba elevándose en el cielo madrileño y amenazaba con disolverla.

Insistí al moro para que llamara a su oficial. Finalmente escuché aliviado una voz cristiana:

—  ¿Traes armamento?

—  Un chopo y cargadores.

—  Avanza con los brazos en alto y el fusil en bandolera.

Me incorporé y avancé despacio hasta que la niebla me permitió ver sus caras detrás de un parapeto. Entonces mandó al moro a recogerme.

–  Tranqui paisa, obedece–  Surró entre dientes mientras me quitaba el mauser. Después de un breve cacheo, me ordenó que avanzara delante de él.

Me condujo ante la presencia de un teniente de la Mehal-la con cara de cansancio. Me cuadré.

—  ¡ A sus órdenes mi teniente.! Se presenta R.O. para ponerse a las órdenes de Franco. ¡Arriba España!

—  Vale chaval. Me parece bien. Haz lo que te diga Ahmed y no des la lata.

Y al moro:

—  Llévatelo al puesto de información a que lo interroguen... y en cuanto lo entregues te vuelves, no te me despistes que vamos a tener hule.

Junio 1937. Monte Gaztelumendi.

La verdad es que R.O. tiene motivos para estar resentido. Sería un buen alférez de complemento, pero su expediente se está retrasando más de lo conveniente.

Ya habrían atendido su solicitud, la presentó en cuanto pasó los tres meses preceptivos en el frente, pero como procede de la zona roja, la resolución se está alargando más de lo previsto.

Es uno de los que se sublevaron en el Cuartel de la Montaña; los guardias de asalto y los milicianos pudieron con ellos y escapó de puro milagro.

Reconocían a los falangistas por el uniforme militar recién estrenado que les habían dado dos días antes, y los fusilaban junto con oficiales y cadetes. Se libró gracias a que consiguió llegar a las cocinas y ponerse a tiempo un sucio mono de ranchero que encontró colgado de un clavo.

Se hizo pasar por soldado de reemplazo, los únicos a los que respetaron los milicianos. Salió del cuartel confundido con la multitud y para disimular se unió a una de las muchas milicias que se formaban por doquier.

Pasó los primeros meses en Madrid haciéndose pasar por rojo, hasta que un día de niebla se presentó en la zona nacional. Jura y perjura que nunca disparó contra nuestras tropas.

En el ejército hay mucho papeleo. Un expediente rutinario no dura más de quince días, pero llevamos esperando el suyo más de tres meses.

Asegura que es un camisa vieja, pero los nombres que ha dado como aval tienen pega: los que no visten traje de madera están desaparecidos. Se rumorea que uno aparece en una lista de refugiados de la Embajada de Chile y que el asunto ha pasado a manos del S.I.M.P.

Todo lo que viene de la zona roja es sospechoso, así que de momento seguirá dando barrigazos en mi compañía.

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